sábado, 30 de octubre de 2021

Cambio de URL

 Muchas gracias por tu visita:

He cambiado la dirección URL e de mi Blog Candiles de Salobralejo.
Si te apetece seguir visitándome o hacerte seguidor me encontrarás en el siguiente  enlace https://moisesgonzalezescritor.blogspot.com

Y también podrás acceder a mi página web personal en https://sites.google.com/site/mgonza75/

lunes, 20 de septiembre de 2021

Vuelve la vida

Ayer subí a la sierra devastada
a buscar los recuerdos de mi infancia.
El dolor se perdía en la distancia
y el silencio enlutaba mi mirada.
De negro, la arboleda iba tiznada
y en el aire ni un rastro de fragancia.
El río vomitaba sangre rancia
al despeñar su luto en la cascada.
De pronto, la luz se avino a despertar
y la belleza comenzó a florecer.
Pétalos blancos con fuerza vi brotar
que a mi corazón lograron convencer.
Feliz, al viento yo le escuché cantar:
¡Viva la esperanza del amanecer!
©Moisés González Muñoz

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Se me muere Ávila.

El pasado agosto, el incendio que arrasó la sierra de la Paramera en Ávila llegó a las puertas de las casas de varios pueblos sembrándolo todo de dolor, ruina y destrucción.
Al recorrer los parajes que hasta entonces habían formado parte de mi vida se me partió el alma y compuse el poema "Se me muere Ávila".
Ricardo Yuste Jiménez, María García Martín y Layla San Segundo González le han puesto voces y música a la letra y ha quedado algo precioso que retrata la tragedia que jamás debió producirse. Esperemos que nunca se vuelva a repetir. Mil gracias a los tres por este maravilloso regalo. 


Se me muere Ávila

Esa piedra de dolor disfrazada,
ese prado que no verá la escarcha,
esa gente que ha perdido su casa
y esa res que hoy no comerá nada.

Ese silencio que te abrasa, perverso,
ese humo que acuchilla tu infancia,
esa pena que te desgarra el alma
al ver tu tierra negra y desangrada.

Hoy que todo se viste de amargura,
de recuerdos, aromas y añoranza,
lloro por aquellos días felices,

por las fuentes ahora desecadas,
y por las ramas que no cobijarán,
ni a pastores ni a pájaros ni al alba.

Solosancho, 16/08/21.
Moisés González Muñoz.

Versión de Ricardo Yuste Jiménez (voz y guitarra).









lunes, 6 de septiembre de 2021

Abandono, mentiras y olvido.

Abandono, mentiras y olvido.

Se extinguió el fuego y se fueron las teles.
Volvió el político a su infame sillón.
Cayó el silencio sobre las cenizas.
Y los viejos lloran por otra traición.

Atrás quedarán promesas vacías
de quien del mentir hace su función.
Poco les importa la inmensa ruina
ni la incompetencia que la generó.

Ríos de luto bajan de la sierra,
viles guadañas con filo de horror,
asfixiando con perversa inquina,
acuíferos, vegas, los prados, la flor.

Vistiendo de muerte, pena y desazón,
lo que ayer fue vida, alegría y verdor,
para que a la historia se añada un renglón:
¡Lo que el pueblo siembra, lo roba el felón!


 

sábado, 21 de agosto de 2021

La Castilla espoliada.

Ayer le di la vuelta entera al óvalo de la tragedia abulense: Villaviciosa, Solosancho, Robledillo, La Hija, Menga, Navalacruz, Navarredondilla, S. Juan del Molinillo, Villarejo, Navandrinal, Navalmoral, Riofrío, Escalonilla, Mironcillo, Sotalvo (Palacios, Riatas, Bandadas) y Solosancho.

Más de 95 minutos en coche donde el horror, la desolación, la pena y la impotencia se mezclaron a partes iguales con la rabia contenida. 

¡La España vacía, NO, la Castilla devastada por el abandono y desprecio institucional de los últimos cinco siglos.

Desde aquel triste y lejano 23 de abril de 1521, el maltrato a Castilla (sin la cual España no existiría) se ha convertido en algo habitual por parte de los de arriba para contentar a los de siempre.

El otrora territorio más rico de la península ibérica, es hoy un erial de castillos derruidos, gentes sin esperanza de futuro, fantasmas esparcidos por la meseta, almas abandonadas a una defunción segura. Un territorio abrasado, un esqueleto de infraestructuras obsoletas y tercermundistas, un campo disecado y una ausencia total de inversión empresarial. Todo ello en beneficio de los nobles del reino. Se asesina al mundo rural para que los de las poltronas corruptas, los lameculos, los vividores y los de la “famiglia” puedan seguir mangoneando a sus anchas, corrompiendo, prevaricando y esquilmando a los “pueblerinos.

Ávila (y Soria de la mano) son tratadas como las más plebeyas de todas las provincias castellanas.

Si a la menor ocasión no voceas tu himno identitario, agitas tu bandera excluyente y haces del idioma un arma de enfrentamiento, los que mueven los hilos del poder ni se acuerdan de ti, ni existes y así te conviertes en algo invisible y proscrito. En este país solo sacan tajada los nacionalismos periféricos y el ombligo del reino (¡ay, Maydryt!).

Tal vez Castilla necesite de nuevos Padilla, Bravo y Maldonado para recuperar la dignidad y la senda truncada en Villalar. Y no para disgregarse de nadie, ni para creerse superior a los demás, sino para hacerse respetar y comenzar a ocupar el lugar que, por su historia, su tierras y sus gentes,

lunes, 28 de junio de 2021

Cantos, santos y algunos garbanzos


Hoy voy a morder la celada que lanzó mi compañera de La Sombra del Ciprés, Patricia Vallejo, hace quince días —sobre si somos o no escritores aquellos que de vez en cuando aporreamos el teclado o garabateamos con el Bic— y, fiel a las insinuaciones del tesorero —sino cumplo sus órdenes, adiós a mi 3%—, voy a intentar pescar algo decente con el sexo de fondo. De todas formas, y para no desalentaros, si al final del cesto no sale lo esperado, valga aquello de que…«en este mundo, a menudo, nada es lo que parece», así que… ¡Avisados estáis!
 
Como es bueno empezar la casa por los cimientos, os diré que, hasta no hace mucho tiempo, la palabra escritor me sonaba demasiado rimbombante, pero… ¡qué leches! ¡Claro que soy escritor! Otra cosa es que sea un cuentista decente o un simple junta letras. Para mi nieta Lucía, que a sus seis años lee de maravilla, soy el mejor escritor del mundo y, de vez en cuando, me obliga a sentarme a su lado, frente al ordenador, «porque ella también quiere escribir un cuento». «¡Sepáralas, que son dos palabras!, la interrumpo; ¿con b o con v?, pregunta, de tanto en tanto, mirándome a la cara; ponle una h, como la de había, digo; ¡ah, la que no suena!, exclama; ¿con la de zapato o la de casa?, interroga; vamos a poner un punto aquí, que esta frase es demasiado larga; sugiero; ¿con dos erres?, duda; Lucía, ahí pone “ce”, recuerda que “que” se escribe con una q y una u, preciso; ¿con dos eles, abuelo?, sondea». Y así durante un rato. A veces hasta que acabamos el cuento, otras, archivamos lo escrito en su carpeta para continuar en el futuro. Para Carla, en cambio, (tres años), yo no existo como escritor, solo como lector, y siempre por detrás de su abuela, ¡y eso jode! Con perdón. Para la familia, los amigos, los afines a la causa y los jaboneros, soy un virtuoso; pero para otros (tal vez los únicos objetivos), no paso de ser un chiflado que se cree Cervantes aunque no sepa concordar sujeto y predicado. Para las editoriales soy alto, guapo y con talento (siempre y cuando compre cientos de ejemplares si me publican el libro, pues, de lo contrario, ¡el mercado está fatal!). Para los colegas que lidian por vender una escoba, como yo, patrono todo tipo de naves, desde el más lindo velero, hasta la barca más cutre, destinada, sin remedio, al naufragio seguro. ¿Y para los lectores? Para estos solo soy un vendedor de neveras en la Antártida.

¿Quién, queridos míos, (no confundir con queridas), no ha liquidado alguna vez en su vida, con minuta de profesional, a más de un impostor que se hacía pasar por carpintero, electricista, fontanero, pintor, dentista, abogado, maestro, zapatero (sea o no presidente), médico, funcionario, peluquero, sastre... por citar algunas de las profesiones que aparecen en la RAE? Así pues, amigos (y enemigos), si osáis leer alguno de mis libros, me encantará conocer vuestra opinión sobre si mereció la pena la inversión o todo fue tiempo perdido.

Como buen abulense, tengo la cabeza más dura que los cantos, soy tan casto como cualquiera de los santos y feliz con un plato de garbanzos. Y aunque vine aquí dispuesto a versar sobre sexo (anoche soñé que era uno de los muchos políticos que practican las artes amatorias con asiduidad: al ciudadano que no daba por delante, daba por detrás), visto que nuestra compañera Sonsoles ya ha profanado el altar de los beatos, yo, hereje abulense, he decidido tirarme al monte (entiéndase bien el concepto tirarme) y cambiar de tercio. Por tal motivo, aparcaré el tema sicalíptico, que era lo que me atañía y del que poco sé, pues más me vale no meterme en camisas de once varas, reconducir la situación y retornar a la senda del juicioso, sino quiero verme jodido y bien jodido (no confundir con el sexo) por tal galimatías. No creáis que encontrar la salida a este laberinto me ha resultado sencillo, y así, de golpe, ¡no, no! La solución ha venido de la mano de mi idolatrado Don Miguel Delibes. ¿Y qué tendrá que ver el maestro de la literatura rural castellana con un berenjenal en el que jamás él hurgó?, os preguntaréis. Pues muy fácil, amigos. Voy a inspirarme en su amor por la naturaleza (donde impera el sexo libre, sin tapujos ni ataduras del qué dirán) y, a pluma prestada, (espero que tenga disparadas las escopetas) miraré de zurcir, con palabras, el gatillazo que, por mal escribano, me ha sobrevenido.

Podría remitirme a cualquiera de sus obras para aparcar mis locuras eróticas, pero, por aprensión al tesorero, me voy a decantar por algunos de sus relatos e historias reales, con los que he estado al borde del orgasmo cada vez que los he leído. ¡Disculpe mi osadía, maestro, si no lo hice mejor, es porque no supe!

En mi casa, no recuerdo ver a mi padre con un libro de Delibes en las manos, pero mucho me temo que los leía a escondidas, pues varias de sus aventuras parecían labradas por la pluma de Don Miguel. Abriré la veda tomando como punto de partida su relato La herencia, ya que mi infancia discurrió en pleno Valle Amblés, donde por entonces aún abundaba la caza de liebres, perdices y codornices. De ello, apenas recuerdo algunas asechanzas baldías, pues en casa nunca hubo escopeta de verdad y todo se hacía en base de correr tras las gallináceas o persiguiendo a las liebres durante los días de copiosas nevadas invernales. Aquello sí que era sexo del bueno: frío, esprines inútiles, arañazos en las piernas, el corazón que amenazaba con salírsele a uno de la caja torácica por la garganta. De modo que, pronto abandoné el entrenamiento de resistencia para sustituirlo por ocupaciones más placenteras con mis amigos del pueblo (en el amor no todo es sexo). En definitiva, que huía de la cinegética como gato escaldado y se me revolvía el estómago si alguna infeliz liebre daba gusto al arroz. Años más tarde cambié el valle por la Sierra de Gredos y, lo allí acontecido, me recuerda a las aventuras piscícolas narradas por el pucelano montañés en El mar y los peces. No por la cercanía al piélago, ya que por aquella época, para mí, el mar era una utopía, sino porque la escurridiza lancurdia se solazaba con abundancia en el Tormes. Como a mi padre le chiflaba la trucha, el río era su paraíso. Varias veces quiso inculcarme su afición, pero yo puse tal inquina en defraudarle que no tardó en desistir de su empeño. La primera vez que fui a pescar con él tuve que estar varias horas caminando por uno de los márgenes del río, ora arriba ora abajo, mientras él se peleaba con las ondinas. Tan escuálido placer me produjeron aquellos paseos hídricos que, pocos días después, al verle preparar de nuevo la caña para otra jornada piscícola, madrugué como él, pero, nada más desayunar, aproveché su visita al escusado para salir disparado de casa, sin destino fijo, con el único objetivo de emboscarme por el pueblo hasta que el carraspear de la Mobylette me anunciara su marcha. ¡Ingrato! El pescador se dio, así, por vencido y declinó invitarme a ver brincar a las nadadoras en el bravío Tormes. ¡Bien que se lo agradecí en silencio! ¡Por fin algo de erotismo de verdad! Nada más placentero que corretear por las calles, saltar al burro, cantear a los chuchos (cuidado que os veo), patear la pelota en el frontón, beber a morro en la fuente, encostrarme las rodillas por las empedradas calles de Hoyos del Espino, dejarme los bofes tras el aro, ir a pájaros… ¡Aquello sí que era orgásmico! … Mi vida al aire libre.

Con diez años yo tampoco conocía a Miguel Delibes, pero ya me sentía ligado a su relato Una larga carrera futbolista, pues también me sabía las alineaciones de varios equipos de Primera División. Por la noche, liquidaba los deberes a toda pastilla para poder escuchar Radio Gaceta de los Deportes. Los domingos de invierno por la tarde, pegado al brasero, soñaba con el gol de mi equipo (este año hemos horado la camiseta al quedarnos en blanco) en Carrusel Deportivo, y, con ello, evitaba maldecir a mi madre, que me impedía salir a patear la nieve. A veces, mi padre se iba a echar la partida y me llevaba con él al bar, pero nada más engullir la Fanta, le decía que me volvía a casa y aprovechaba el guiño para robarle un poco de tiempo al reloj y entablar un partido con mis amigos. Pero, claro, como las madres tienen línea directa con el altísimo, antes de atravesar la puerta de casa, ella ya sabía que yo no venía del bar y me caía la del pulpo. Por suerte para mis progenitores, mis amigos nunca ocultaron que yo no servía ni para darle una patada a un bote y, al escogerme siempre de los últimos, descubrieron mi futura ocupación; de mayor sería vendedor de neveras en el ártico. ¡Eureka! ¿Lo de escribir libros?... Eso… ¡ni soñarlo!

Con la llegada del calor cambiaba de residencia y me agostaba en casa de mis abuelos maternos. Allí disfruté, años más tarde, de Mi querida bicicleta. No una Velox como la que Don Miguel le regaló a Ángeles, al poco de casarse, sino un hibrido, mitad paseo, mitad carretera, fruto de la fusión que logramos mi amigo Ismael y yo con los restos de las bicicletas abandonadas de mi madre y mi tío Lute. Aunque el diámetro de las dos llantas era desproporcionado, el engendro funcionaba a las mil maravillas. Mucho mejor cuesta arriba que cuesta abajo, pues carecía de freno trasero (era menester introducir la zapatilla entre la barra vertical del cuadro y la rueda, para frenar) y las bajadas invitaban al suicidio, a acabar empitonado contra cualquier pared de piedra, a llevarse por delante a los vecinos, a desplumar a las gallinas distraídas, a pasar por encima de los canes ociosos, y lo más indigno, a recibir un guantazo por idiota. ¡Ya te caíste! Esta ignominia queda en el debe de mi amigo Ismael, que se cansaba al subir las cuestas, conmigo de paquete, sentado en el manillar, en la barra o de pie en las palomillas traseras, pues hacerlo al revés era impensable, ya que yo, a duras penas, acarreaba con mi esqueleto cuando acometía dichas pendientes.

Desde que tengo uso de razón, La bici que rodara siempre cuesta abajo de mi padre (en nuestro caso la Mobylette) fue un miembro más de la familia. Él tenía trece hijos que olían a colonia los sábados por la noche, cuando mi madre nos lijaba en el barreño (el resto de la semana hedíamos a campo, humo de la lumbre, felicidad y, en mi caso, a nobles flatulencias, ¡salud, según el médico del pueblo!), pero, además, papá le compraba los zapatos a su hijo de hierro, que apestaba a gasolina y que me hacía subir a pie las cuestas prolongadas, tras él, porque el vehículo no podía con el peso de todos. Aquel descendiente no se prestaba ni a los amigos, así que no me dejó conducirla hasta que cumplí los dieciséis años. Lo que no sabía él, era que mi tío Lute me dejaba su nueva Mobylette, a escondidas, desde los catorce años, y, a veces también, la otra.

Por cuestión numérica, le oí excusarse a mi padre frente a sus amigos cuando yo era niño, en casa no teníamos coche. No se fabrican autos para quince personas, exclamó a modo de justificación. Ni coche ni dinero, añado yo ahora que valoro el esfuerzo que tuvieron que hacer parar criarnos a tantos. Así que como no puedo contar mis experiencias con nuestro particular Cafetín os animo a que os dejéis arrastrar por la magia de Delibes y perdonéis a este vendedor de… humo, pues la orgía pregonada al inicio ha derivado en coitus interruptus.

© Moisés González Muñoz.
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Ávila, 28 de junio de 2021.

jueves, 24 de junio de 2021

Locuras

 Desde la atalaya, el valle se disolvía en el infinito. El agua que discurría silenciosa por el lecho del río, al reflejar la luz del atardecer, me impedía tomar conciencia de lo que estaba a punto de suceder. El fondo me atraía a la misma vez que me producía desasosiego. 

De pronto comencé a transpirar y noté los músculos agarrotados. Mis palpitaciones se detuvieron al notar que la chica que me acompañaba se aferraba a mi brazo. No sé si fue el roce de sus dedos temblorosos, el miedo al vacío o el perfume que ella exhalaba, lo que me hizo regalarle una sonrisa. Sin esperarlo, se pegó a mi cuerpo y posó sus ardientes labios en mi boca. Al notar su lengua enredarse con la mía, contuve la respiración y la aprisioné contra mí. Un cosquilleo descendió por mi interior y alborotó el hormiguero de mi entrepierna. Ella debió notar mi despertar, pues se restregó contra mí, cual gatita en celo, haciendo especial hincapié en que su pelvis amasara mi bragueta. Permanecimos unidos un buen rato, olvidándonos de la locura que estábamos a punto de cometer. El acaloramiento nos incitaba a llegar hasta el final, pero ni el lugar ni las circunstancias eran las adecuadas. No sé por qué, pero me deshice de su abrazo y la animé a acompañarme. Ella dudó un instante, cerró los ojos y confió en mí. La cogí por la cintura, conté hasta tres y nos lanzamos al vacío. Dos gritos aterradores se estrellaron contra el paisaje. Momentos después, rebotábamos sujetos por las correas, colgados del puente, como muñecos desmadejados. Al romperse la cuerda salimos volando. De noche, nada más volver al coche, acabamos lo que habíamos dejado a medias. Desde entonces, cuando hacemos puentismo, sacamos a pasear la lencería.

© Moisés González Muñoz.
Jueves, 24 de junio de 2021.

lunes, 7 de junio de 2021

Padres

Al levantar la persiana del salón, la luz, cautiva entre las rejas de aquella vivienda cerrada desde hacía casi dos años, comenzó a desperezarse. Un rayo de polvo en suspensión atravesó la estancia y se estrelló contra la cristalera del vasar lastrada por el silencio. El calor, que tostaba las calles, se había mantenido alejado del interior. A medida que me adentraba entre las paredes que habían dado calor a mi vida, el pasado iba vistiendo los objetos de recuerdos. Las puertas, oxidadas por el desuso, al abrirse, aullaban su dolor como lobas solitarias. Encima de la mesilla de la habitación languidecía un sobre recubierto por la mortaja del olvido. Lo toqué con una mano y me senté encima de la cama dispuesto a recordar lo que se ocultaba en su interior, pero, al sentir el papel, me detuve como si una fuerza oculta hubiera desconectado mis dedos de mi cerebro. Me rescató de las tinieblas una voz que surgía del pasillo que conducía a la calle. Al ponerme en pie, para salir de la habitación, descubrí que mi pena había dejado su imprenta marcada en el papel. Con el ánimo arrastrando mi soledad por el pasillo, salí a recibir a la persona que había venido a mi encuentro. Por primera vez en muchos años, nuestras lágrimas se fundieron antes de que lo hicieran nuestros abrazos. Luego de un afligido gimoteo ocupamos dos sillas del comedor. Sin mediar palabra, posamos la mirada en la fotografía de color hueso que había llenado de mariposas aquel hogar desde que ambos teníamos uso de razón. La tarde se nos fue en añorar las ocurrencias de papá y los besos de mamá. Al quedarme solo subí a la habitación, cogí las dos esquelas y las enganché detrás de la fotografía.

Horas después llegó la familia.

© Moisés González Muñoz.
07 de junio de 2021.

jueves, 3 de junio de 2021

Premios Arquero de Plata 2019

La Pandemia se sigue llevando muchas sueños, pero hoy he recibido una noticia de Editorial Adarve que me dice quela vida sigue y que el sol sale de nuevo cada día. El joyero de Carla nominada entre finalistas a los Premios Arquero de Plata 2019. https://editorial-adarve.com/editorial/libro/el-joyero-de-carla/

Estimado autor.

Debido a la pandemia que nos afecta desde el pasado año 2020, no hemos podido celebrar los Premios Arquero de Plata 2019 de manera presencial, pero no queríamos perder la oportunidad de realizar una celebración virtual para destacar las obras más relevantes de ese año. Por ello, le comunico que es usted uno de los nominados con la obra El joyero de Carla en la categoría FICCIÓN.
Nuestra idea es realizar una presentación y entrega virtual de los premios a través de nuestro canal de Youtube en el mes de junio/julio (le informaremos de la fecha exacta más adelante). De ahí que, aunque no podamos todavía anunciar el ganador, nos gustaría que todos los nominados se grabaran un vídeo simbólico, de menos de un minuto, donde puedan expresar sus sentimientos al recibir el premio. Únicamente emitiremos el vídeo del ganador, que anunciaremos el mismo día en que emitamos el vídeo de los Premios, sin embargo, no lo sabremos hasta ese mismo día, por lo que todos tienen las mismas posibilidades de serlo.
Por ello, le indico algunas pautas para la grabación del mismo:
-Lo puede realizar a través del móvil o cualquier otro medio electrónico.
-Verifique que el sonido es lo suficientemente bueno/audible (sobre todo en el caso de la grabación a través de móvil).
-No olvide colocar el aparato horizontalmente, en el caso de grabarlo con el móvil.
-La duración deberá ser inferior a 1 min. aproximadamente.
Los premiados recibirán un galardón, así como una información relativa a su premio en la portada del libro.
Aunque su obra no resulte ganadora, queremos felicitarle por ser uno de los cuatro finalistas en su categoría y agradecerle de antemano su colaboración.
Por favor, no dude en comentarme cualquier duda que tenga sobre el asunto y quedo a la espera de recibir su vídeo.

Un saludo cordial.
© Moisés González Muñoz.
03 de junio de 2021.

martes, 9 de febrero de 2021

San Valentín

Notas de vida


     Mientras las vías me alejaban la ciudad que me vio crecer, un caluroso septiembre enjugaba las lágrimas que bañaban mi pasado.
     Los primeros días en la universidad la soledad fue mi compañera. No fue hasta mediados de octubre cuando descubrí su rictus de tristeza. Se encogía, prisionera de un abrazo que la ahogaba, como si un violador asaltara su intimidad. Una tarde, al salir de la facultad, nos cruzamos por el pasillo y en sus ojos descubrí la amargura. Días después empecé a encontrar notas escritas entre mis pertenencias. Al retomar las clases, tras la Navidad, su rostro parecía un grabado impresionista anegado de pintura. Me acerqué a ella y le pregunté por aquellas sombras que el maquillaje solo había conseguido disimular. Él acalló su respuesta.
     La despertaron mis ojos en la cama del hospital. Desde entonces, mi regalo de San Valentín siempre va firmado con una de sus notas.

© Moisés González Muñoz.
09 de febrero de 2021.