lunes, 28 de junio de 2021

Cantos, santos y algunos garbanzos


Hoy voy a morder la celada que lanzó mi compañera de La Sombra del Ciprés, Patricia Vallejo, hace quince días —sobre si somos o no escritores aquellos que de vez en cuando aporreamos el teclado o garabateamos con el Bic— y, fiel a las insinuaciones del tesorero —sino cumplo sus órdenes, adiós a mi 3%—, voy a intentar pescar algo decente con el sexo de fondo. De todas formas, y para no desalentaros, si al final del cesto no sale lo esperado, valga aquello de que…«en este mundo, a menudo, nada es lo que parece», así que… ¡Avisados estáis!
 
Como es bueno empezar la casa por los cimientos, os diré que, hasta no hace mucho tiempo, la palabra escritor me sonaba demasiado rimbombante, pero… ¡qué leches! ¡Claro que soy escritor! Otra cosa es que sea un cuentista decente o un simple junta letras. Para mi nieta Lucía, que a sus seis años lee de maravilla, soy el mejor escritor del mundo y, de vez en cuando, me obliga a sentarme a su lado, frente al ordenador, «porque ella también quiere escribir un cuento». «¡Sepáralas, que son dos palabras!, la interrumpo; ¿con b o con v?, pregunta, de tanto en tanto, mirándome a la cara; ponle una h, como la de había, digo; ¡ah, la que no suena!, exclama; ¿con la de zapato o la de casa?, interroga; vamos a poner un punto aquí, que esta frase es demasiado larga; sugiero; ¿con dos erres?, duda; Lucía, ahí pone “ce”, recuerda que “que” se escribe con una q y una u, preciso; ¿con dos eles, abuelo?, sondea». Y así durante un rato. A veces hasta que acabamos el cuento, otras, archivamos lo escrito en su carpeta para continuar en el futuro. Para Carla, en cambio, (tres años), yo no existo como escritor, solo como lector, y siempre por detrás de su abuela, ¡y eso jode! Con perdón. Para la familia, los amigos, los afines a la causa y los jaboneros, soy un virtuoso; pero para otros (tal vez los únicos objetivos), no paso de ser un chiflado que se cree Cervantes aunque no sepa concordar sujeto y predicado. Para las editoriales soy alto, guapo y con talento (siempre y cuando compre cientos de ejemplares si me publican el libro, pues, de lo contrario, ¡el mercado está fatal!). Para los colegas que lidian por vender una escoba, como yo, patrono todo tipo de naves, desde el más lindo velero, hasta la barca más cutre, destinada, sin remedio, al naufragio seguro. ¿Y para los lectores? Para estos solo soy un vendedor de neveras en la Antártida.

¿Quién, queridos míos, (no confundir con queridas), no ha liquidado alguna vez en su vida, con minuta de profesional, a más de un impostor que se hacía pasar por carpintero, electricista, fontanero, pintor, dentista, abogado, maestro, zapatero (sea o no presidente), médico, funcionario, peluquero, sastre... por citar algunas de las profesiones que aparecen en la RAE? Así pues, amigos (y enemigos), si osáis leer alguno de mis libros, me encantará conocer vuestra opinión sobre si mereció la pena la inversión o todo fue tiempo perdido.

Como buen abulense, tengo la cabeza más dura que los cantos, soy tan casto como cualquiera de los santos y feliz con un plato de garbanzos. Y aunque vine aquí dispuesto a versar sobre sexo (anoche soñé que era uno de los muchos políticos que practican las artes amatorias con asiduidad: al ciudadano que no daba por delante, daba por detrás), visto que nuestra compañera Sonsoles ya ha profanado el altar de los beatos, yo, hereje abulense, he decidido tirarme al monte (entiéndase bien el concepto tirarme) y cambiar de tercio. Por tal motivo, aparcaré el tema sicalíptico, que era lo que me atañía y del que poco sé, pues más me vale no meterme en camisas de once varas, reconducir la situación y retornar a la senda del juicioso, sino quiero verme jodido y bien jodido (no confundir con el sexo) por tal galimatías. No creáis que encontrar la salida a este laberinto me ha resultado sencillo, y así, de golpe, ¡no, no! La solución ha venido de la mano de mi idolatrado Don Miguel Delibes. ¿Y qué tendrá que ver el maestro de la literatura rural castellana con un berenjenal en el que jamás él hurgó?, os preguntaréis. Pues muy fácil, amigos. Voy a inspirarme en su amor por la naturaleza (donde impera el sexo libre, sin tapujos ni ataduras del qué dirán) y, a pluma prestada, (espero que tenga disparadas las escopetas) miraré de zurcir, con palabras, el gatillazo que, por mal escribano, me ha sobrevenido.

Podría remitirme a cualquiera de sus obras para aparcar mis locuras eróticas, pero, por aprensión al tesorero, me voy a decantar por algunos de sus relatos e historias reales, con los que he estado al borde del orgasmo cada vez que los he leído. ¡Disculpe mi osadía, maestro, si no lo hice mejor, es porque no supe!

En mi casa, no recuerdo ver a mi padre con un libro de Delibes en las manos, pero mucho me temo que los leía a escondidas, pues varias de sus aventuras parecían labradas por la pluma de Don Miguel. Abriré la veda tomando como punto de partida su relato La herencia, ya que mi infancia discurrió en pleno Valle Amblés, donde por entonces aún abundaba la caza de liebres, perdices y codornices. De ello, apenas recuerdo algunas asechanzas baldías, pues en casa nunca hubo escopeta de verdad y todo se hacía en base de correr tras las gallináceas o persiguiendo a las liebres durante los días de copiosas nevadas invernales. Aquello sí que era sexo del bueno: frío, esprines inútiles, arañazos en las piernas, el corazón que amenazaba con salírsele a uno de la caja torácica por la garganta. De modo que, pronto abandoné el entrenamiento de resistencia para sustituirlo por ocupaciones más placenteras con mis amigos del pueblo (en el amor no todo es sexo). En definitiva, que huía de la cinegética como gato escaldado y se me revolvía el estómago si alguna infeliz liebre daba gusto al arroz. Años más tarde cambié el valle por la Sierra de Gredos y, lo allí acontecido, me recuerda a las aventuras piscícolas narradas por el pucelano montañés en El mar y los peces. No por la cercanía al piélago, ya que por aquella época, para mí, el mar era una utopía, sino porque la escurridiza lancurdia se solazaba con abundancia en el Tormes. Como a mi padre le chiflaba la trucha, el río era su paraíso. Varias veces quiso inculcarme su afición, pero yo puse tal inquina en defraudarle que no tardó en desistir de su empeño. La primera vez que fui a pescar con él tuve que estar varias horas caminando por uno de los márgenes del río, ora arriba ora abajo, mientras él se peleaba con las ondinas. Tan escuálido placer me produjeron aquellos paseos hídricos que, pocos días después, al verle preparar de nuevo la caña para otra jornada piscícola, madrugué como él, pero, nada más desayunar, aproveché su visita al escusado para salir disparado de casa, sin destino fijo, con el único objetivo de emboscarme por el pueblo hasta que el carraspear de la Mobylette me anunciara su marcha. ¡Ingrato! El pescador se dio, así, por vencido y declinó invitarme a ver brincar a las nadadoras en el bravío Tormes. ¡Bien que se lo agradecí en silencio! ¡Por fin algo de erotismo de verdad! Nada más placentero que corretear por las calles, saltar al burro, cantear a los chuchos (cuidado que os veo), patear la pelota en el frontón, beber a morro en la fuente, encostrarme las rodillas por las empedradas calles de Hoyos del Espino, dejarme los bofes tras el aro, ir a pájaros… ¡Aquello sí que era orgásmico! … Mi vida al aire libre.

Con diez años yo tampoco conocía a Miguel Delibes, pero ya me sentía ligado a su relato Una larga carrera futbolista, pues también me sabía las alineaciones de varios equipos de Primera División. Por la noche, liquidaba los deberes a toda pastilla para poder escuchar Radio Gaceta de los Deportes. Los domingos de invierno por la tarde, pegado al brasero, soñaba con el gol de mi equipo (este año hemos horado la camiseta al quedarnos en blanco) en Carrusel Deportivo, y, con ello, evitaba maldecir a mi madre, que me impedía salir a patear la nieve. A veces, mi padre se iba a echar la partida y me llevaba con él al bar, pero nada más engullir la Fanta, le decía que me volvía a casa y aprovechaba el guiño para robarle un poco de tiempo al reloj y entablar un partido con mis amigos. Pero, claro, como las madres tienen línea directa con el altísimo, antes de atravesar la puerta de casa, ella ya sabía que yo no venía del bar y me caía la del pulpo. Por suerte para mis progenitores, mis amigos nunca ocultaron que yo no servía ni para darle una patada a un bote y, al escogerme siempre de los últimos, descubrieron mi futura ocupación; de mayor sería vendedor de neveras en el ártico. ¡Eureka! ¿Lo de escribir libros?... Eso… ¡ni soñarlo!

Con la llegada del calor cambiaba de residencia y me agostaba en casa de mis abuelos maternos. Allí disfruté, años más tarde, de Mi querida bicicleta. No una Velox como la que Don Miguel le regaló a Ángeles, al poco de casarse, sino un hibrido, mitad paseo, mitad carretera, fruto de la fusión que logramos mi amigo Ismael y yo con los restos de las bicicletas abandonadas de mi madre y mi tío Lute. Aunque el diámetro de las dos llantas era desproporcionado, el engendro funcionaba a las mil maravillas. Mucho mejor cuesta arriba que cuesta abajo, pues carecía de freno trasero (era menester introducir la zapatilla entre la barra vertical del cuadro y la rueda, para frenar) y las bajadas invitaban al suicidio, a acabar empitonado contra cualquier pared de piedra, a llevarse por delante a los vecinos, a desplumar a las gallinas distraídas, a pasar por encima de los canes ociosos, y lo más indigno, a recibir un guantazo por idiota. ¡Ya te caíste! Esta ignominia queda en el debe de mi amigo Ismael, que se cansaba al subir las cuestas, conmigo de paquete, sentado en el manillar, en la barra o de pie en las palomillas traseras, pues hacerlo al revés era impensable, ya que yo, a duras penas, acarreaba con mi esqueleto cuando acometía dichas pendientes.

Desde que tengo uso de razón, La bici que rodara siempre cuesta abajo de mi padre (en nuestro caso la Mobylette) fue un miembro más de la familia. Él tenía trece hijos que olían a colonia los sábados por la noche, cuando mi madre nos lijaba en el barreño (el resto de la semana hedíamos a campo, humo de la lumbre, felicidad y, en mi caso, a nobles flatulencias, ¡salud, según el médico del pueblo!), pero, además, papá le compraba los zapatos a su hijo de hierro, que apestaba a gasolina y que me hacía subir a pie las cuestas prolongadas, tras él, porque el vehículo no podía con el peso de todos. Aquel descendiente no se prestaba ni a los amigos, así que no me dejó conducirla hasta que cumplí los dieciséis años. Lo que no sabía él, era que mi tío Lute me dejaba su nueva Mobylette, a escondidas, desde los catorce años, y, a veces también, la otra.

Por cuestión numérica, le oí excusarse a mi padre frente a sus amigos cuando yo era niño, en casa no teníamos coche. No se fabrican autos para quince personas, exclamó a modo de justificación. Ni coche ni dinero, añado yo ahora que valoro el esfuerzo que tuvieron que hacer parar criarnos a tantos. Así que como no puedo contar mis experiencias con nuestro particular Cafetín os animo a que os dejéis arrastrar por la magia de Delibes y perdonéis a este vendedor de… humo, pues la orgía pregonada al inicio ha derivado en coitus interruptus.

© Moisés González Muñoz.
https://sites.google.com/site/mgonza75
Ávila, 28 de junio de 2021.

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