domingo, 3 de noviembre de 2019

Etapa 2ª: Serra de Busa

Etapa 2: Serra de Busa.
Hoy más que una crónica al uso, me vais a permitir que de rienda suelta a mis sentimientos, porque sin ellos, corro el riesgo de convertirme en una bestia. Por eso digo que basta ya de señalar a aquellos que piensan diferente, de sembrar cizaña y pedir paz, de odiar y pedir convivencia, de agredir y pedir respeto. Estoy harto de manipuladores y corruptos parapetados tras sus poltronas, de etiquetas y bandos, de buenos y malos, de demócratas y fascistas, de disfraces y mentiras, de ellos y nosotros, de ver la paja en el ojo ajeno pero no ver la biga en el propio. De que "todos" estemos en posesión de la verdad absoluta. De callar lo que pienso por miedo a que me tachen de lo que no soy.
¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Qué hemos hecho tan mal, todos, para que los que pensamos diferente nos veamos casi como enemigos? Solo los necios niegan la evidencia y esta ya no esconde la fractura: ellos y nosotros. Casi todo lo material se puede reparar, pero los sentimientos NO. Cuando estos se rompen, es para siempre.
A colación de ello, me vienen a la memoria dos poemas ("Estoy triste y mis ojos no lloran" de Juan Ramón Jiménez, y "Tristes guerras" de Miguel Hernández) que voy a utilizar a modo de guía para mis reflexiones, porque… ¡ochenta años después no hemos aprendido nada!
O damos tiempo a la palabra o el tiempo dará paso a la barbarie. Y, ¡ay, entonces…! entonces, tal vez sigamos vivos, pero solo descansarán los muertos.
Estoy triste y mis ojos no lloran (Juan Ramón Jiménez).
Estoy triste y mis ojos no lloran
y no quiero los besos de nadie;
mi mirada serena se pierde
en el fondo callado del parque.
Ese es mi estado anímico después de una semana donde las emociones han dominado todos mis actos, los conscientes y los inconscientes.
Viernes al anochecer y ya estoy deseando que pase el fin de semana. Durante unos segundos dudo si me apetece caminar al día siguiente. Al final, impera la cordura y la sensatez de mi cabeza prevalece sobre los dictados de mi corazón. «Tienes que ir a andar ―le digo a mi otro yo―. Necesitas oxígeno que te desatasque los pulmones; sol que te caliente el cuerpo; cielo abierto para recuperar la grandeza del firmamento en contraposición a la estrechez de miras de los humanos; y naturaleza libre y salvaje que te reconforte el alma...»
¿Para qué he de soñar en amores
si está oscura y lluviosa la tarde
y no vienen suspiros ni aromas
en las rondas tranquilas del aire?
Me cuesta coger el sueño y no he necesitado despertador para romperlo. Me levanto cansado, triste, derrotado. Me visto con desgana y voy tan desalentado a caminar que ni siquiera sé hacía dónde me dirijo. Solo media hora después de emprender el viaje, los compañeros del autocar me sacan de mi error. «No vamos hacia el sur, como tú piensas, sino hacia el norte, como todos los demás sabemos».
No hace falta ser muy espabilado para adivinar en torno a qué tema giran casi todas las conversaciones. Cada cual con sus mentiras, ya que todos estamos en posesión de la verdad. El viaje me resulta más largo de lo habitual. Tal vez sean las curvas; quizás el insomnio; ¿quién sabe si no estaré perdiendo la esperanza? o simplemente es que estoy a punto de tirar la toalla.
Los que compartimos los asientos traseros del autocar no entendemos a que viene tamaño rodeo para alcanzar nuestro destino. Tan larga es la duración del viaje que alguien requiere una parada para que las aguas no se salgan de madre. Sin embargo, no es la primera vez que esto nos sucede. Hace un par de años yo tuve que pedir al conductor que detuviera la marcha por idéntico motivo, aunque otros aprovecharon la escusa para imitarme. Los años se agrandan al mismo ritmo que las vejigas se empequeñecen. De pronto, y por fin, aparece ante nuestros ojos la meta. Allí, la quietud del agua dormita silenciosa en el pantano. Pantano que en un día de ánimo yo hubiera visto medio lleno, pero que hoy, a duras penas consigo percibir medio vacío.
Han sonado las horas dormidas;
está solo el inmenso paisaje;
ya se han ido los lentos rebaños;
flota el humo en los pobres hogares.
Descender del autocar y poner los pies en el suelo me levanta el ánimo y, más aún, cuando intercambio saludos con mis queridos compañeros y compañeras. Si algo me enseñó mi grupo de caminantes es que aquí cabemos todos. No importa la lengua, el lugar de origen, las ideas políticas o el tamaño de la cartera. No nos guían líderes, himnos, ni banderas y cada cual piensa según su manera. Solo caminamos, reímos, charlamos, sufrimos, sudamos, surcamos caminos, pisamos praderas, subimos por sendas, bajamos laderas. 
Al emprender la marcha siento que mi alma se reconforta. El camino hasta la ermita de San Pere de Graudescales es liviano y me permite conversar con varios compañeros. Sin gran esfuerzo alcanzamos el santuario y nos detenemos a desayunar. El conjunto fue consagrado en el año 913 y en el 960 se erigió como monasterio de los benedictinos. El templo actual se construyó en el siglo XII pero desapareció para el culto en el año 1504. Hacia el 1680 se derrumbó la parte de poniente de la nave, lo que obligó a una reconstrucción del muro cerca del crucero para aislar la parte siniestrada de la que aún se encontraba en buen estado. El retablo de San Pedro fue traslado a la parroquia de Busa, la iglesia quedó abandonada y casi en ruinas. En la década de los setenta se reconstruyó y la última restauración data de 1980.
Al cerrar mi ventana a la sombra,
una estrena brilló en los cristales;
estoy triste, mis ojos no lloran,
¡ya no quiero los besos de nadie!
Recuperadas las fuerzas retomamos la etapa por un sendero empinado a la sombra de los árboles. La estación va cincelando su marca y la vegetación motea el paisaje con sus tonalidades otoñales. El suelo, humedecido por las últimas lluvias, amortigua nuestros pasos, mientras los regueros languidecen, estériles, a causa de la sequía.
Caminar en fila de a uno dificulta la conversación y, sin proponérmelo, regreso de nuevo al infierno que me abrasa por dentro. Sin embrago, como la subida hasta el Pla de Busa es exigente, el jadeo consigue que me abstraiga y aparco mi congoja.
Al alcanzar la plana de Busa dejamos a nuestra izquierda las praderas donde pastan unas vacas al son de sus cencerros. Tranquilas, nos miran de soslayo y nos ven pasar de largo frente a la casa rural de La Bertolina. Paraje ideal para oxigenar el cerebro, pues hasta aquí no llegan los gritos, las carreras, las porras, los golpes, las miradas de odio, el olor a tierra quemada o la barbarie humana oculta tras uniformes y pasamontañas.
Soñaré con mi infancia: es la hora
de los niños dormidos; mi madre
me mecía en su tibio regazo,
al amor de sus ojos radiantes;
y al vibrar la amorosa campana

de la ermita perdida en el valle,
se entreabrían mis ojos rendidos
al misterio sin luz de la tarde...
 
Nada más alcanzar un claro del bosque, en la encrucijada de dos caminos forestales, nos reagrupamos y nos desviamos hacia la derecha para encaminarnos al mirador. Las vistas desde aquella atalaya son inigualables y uno envidia no ser un alado para poder sobrevolar el paisaje desde las alturas.
Tras el espectáculo, y la foto de rigor que inmortaliza en momento, nos dirigimos a la Presó natural de  El Capolatell (mole rodeada completamente de riscos que se encuentra en el extremo occidental de la Sierra de Busa. Esta morfología tan particular comportó que durante la guerra del Francés (18008-1814) el enclave fuera utilizado como prisión de soldados del ejército de Napoleón y que en la actualidad sea conocido con el nombre de la prisión de Busa). ¡Mala época para mentar prisiones!
Es la esquila; ha sonado: La esquila
ha sonado en la paz de los aires;
sus cadencias dan llanto a estos ojos
que no quieren los besos de nadie.
Finalizada la vista al lugar, retrocedemos sobre nuestros pasos para recuperar la senda perdida. Caminamos esquivando a las vacas que pacen en una pradera, en cuyo extremo se alza un establo desvencijado. La cerca electrificada, que impide la dispersión de los rumiantes, parece ser cosa banal para el temerario Antonio G. que decide abrirla asiéndose al cable. De pronto, un grito desgarrador espanta a herbívoros y caminantes por igual. Primero sorpresa, luego incredulidad y al final risas. Todo como respuesta a la inconsciencia del amigo caminante. 
Recobrada la calma, una vieja rumiante se nos queda mirando, tal vez recordando que otro día fue ella quien recibiera semejante descarga.
¡Que mis lágrimas corran! Ya hay flores,
ya hay fragancias y cantos; si alguien
ha soñado en mis besos, que venga
de su plácido ensueño a besarme.
De nuevo en la encrucijada, nos reagrupamos para acometer el último tramo de la jornada. Como el retraso se acumula, sin tiempo que perder, los de la avanzadilla salen en estampida. Pero… ¡oh, sorpresa!… ¿Qué sería de nosotros sin las pérdidas? Entonces, para no faltar a nuestra costumbre, y también para poner en situación a los novatos, recuperamos la esencia del grupo: ¡Perdemos el rumbo!
―¡Vamos fuera de ruta! ―dice uno― ¡Es por allí! ―y señala hacia la derecha―.
__¡No! ¡De eso nada! Es por aquí, según mi GPS ―le contradice otro.
―¡Yo aquí no veo ninguna marca! ―interviene un tercero.
―¡AQUÍ HAY UNA! ―grita el cuarto.
―Pues será esa la marca, pero va en dirección contraria ―tercia otro.
―¡Ya estamos! ... ¿Marcas o GPS?... ¡Aclarémonos de una vez! ―contestan varios.
Al final, la lucidez de Carmen hace acto de presencia y, sabia ella, se dirige a una masía cercana para preguntar a los lugareños por la senda correcta y poder salir, así, de aquel atolladero.
Recuperado el rumbo, emprendemos la bajada que nos conducirá hasta el destino. Llevamos más de una hora y media de retraso con respecto al horario previsto y, aunque de vez en cuando se divisa el pantano, nos hallamos a una distancia considerable de la meta. Por si fuera poco, y para terminar de rizar el rizo, a mitad de la bajada volvemos a perdernos. Tener que desandar lo andado, hace que las caras no solo denoten cansancio, sino también, por qué no decirlo, un poco de hastío ante la tecnología o nuestra torpeza.
―¡Con lo bien que iban los mapas! ―comenta alguien en voz alta.
Mientras tanto, los nuevos caminantes callan y observan con cara de estupor. Desconocen, ¡pobres! que todo es una simple patraña parar hacerlos desistir de volver a caminar con nosotros en el futuro. ¡Veremos si han superado la prueba!
Y mis lágrimas corren... No vienen...
¿Quién irá por el triste paisaje?
Sólo suena en el largo silencio
la campana que tocan los ángeles.
Terminada la caminata nos acomodamos en el autocar para dirigirnos a un bar donde reponer fuerzas. No digo para comer, pues hace un buen rato que se nos pasó la hora. Dejémoslo en una merienda temprana. Siempre. ¡Eso sí!, regada con una buena cerveza.
De lo que acontece en el bar mejor no hablar. Se acercan las Navidades y aquello parece un mercado persa. Se vende de todo: Lotería, boletos, números para la lumineta, libros… Quién sabe si lo que deberíamos vender no es un poco de sentido común, para evitar que nuestra ceguera nos obligue a lamentar lo irremediable. 
Tristes guerras (Miguel Hernández)
Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas
si no son las palabras.
Tristes, tristes.
Tristes hombres
si no mueren de amores.
Tristes, tristes.
Sábado, 19 de octubre de 2019.