Día de perros. Aguacero implacable. Viento que aúlla por entre los cipreses como lobo enjaulado. Rostros contraídos. Miradas dolientes, anegadas por lágrimas de acero. Manos flácidas que regalan abrazos de hielo. Ambiente de congoja, vacío y lamento.
La última palada. Mirada perdida al marchar. Adiós a una vida en común. Paraguas que arrastra los pies embarrados de vuelta al hogar, mientras la muerte tañe desde el campanario. En el pueblo, puertas cerradas y mascarillas escrutando tras ventanas.
En casa… soledad y silencio. Soledad que lo encierra todo y silencio que desgarra el alma. Ronroneo, junto a la lumbre, añorando el calor de un fuego ya extinto. Mirada lánguida que se pierde entre las almas solitarias. Maullido lastimero ante la falta de ella. Cuatro patas que se alejan por el tejado para no regresar nunca jamás. El adiós.
Noche eterna. Gélidas las sábanas, el silencio acuchilla la llaga del dolor. Tic, tac, tic, tac… ¡maldita oscuridad! Al alba, por fin, el sueño vence. Amanece. No para ella.
Días después, en plena pandemia, empaqueta sus cosas. Boina calada, barba de varios días, pantalón de fiesta y zapatos embetunados. Lágrimas de hiel al amontonar el pasado en la maleta. En la calle, el coche que le alejará del pueblo para siempre.
Viaje interminable, triste, solitario. Embrollo de coches, ruido infernal y aire viciado. Ríos de sombras pateando el asfalto. Habitación espaciosa, limpia e iluminada, con muebles lujosos pero sin recuerdos. Sofá, televisión, soledad y encierro. En su mente el pueblo, la naturaleza, los amigos y la libertad. Días perdidos, oscuros, eternos, seguidos de noches de insomnio y lamento.
De pronto la luz. Entre las máquinas, tubos y médicos los ojos de ella tras la mascarilla. Se miran. Sonríen. Piensa:
«Adiós pesadilla. Dentro de unos días, volvemos al pueblo».
© Moisés González Muñoz
09/07/2020
09/07/2020
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