Uno de los mejores recuerdos de mi infancia se remonta a finales de años 60. Mi familia, súper numerosa, me obligaba a compartir habitación ―o alcoba, dependiendo de la casa― y cama, con mis hermanos: las niñas en una y los niños en otra. En invierno, cuando las nieves de antaño vestían el pueblo de blanco algodonado, y no podíamos ir a la escuela o no teníamos clase al ser domingo, nos juntábamos la mayoría de los hermanos en una habitación y nos apretujábamos en las camas de colchones de lana ―al garete la segregación sexista que promulgaba el régimen―. Aquellas rudimentarias viviendas carecían de calefacción y el fuego de la lumbre apenas caldeaba la cocina. Entonces mis padres repartían unas cuantas galletas María y nos “invitaban” a permanecer un ratito más al calor de las mantas para combatir el frío. Acto seguido se producía el milagro y, despiertos, comenzábamos a soñar. Raquel y Esther ―las hermanas mayores― iniciaban el ritual y encendían la llama de la imaginación. Con parsimonia, abrían la manoseada caja de cartón y extraían unos libros de cuentos que nos transportaban a un mundo lleno de aventuras. Mientras nosotros masticábamos las deliciosas ruedecitas de harina horneada, ellas iban desgranando lo que se escondía entre las letras de aquellas páginas. En silencio, escuchábamos embelesados las historias de príncipes, hadas, brujas, mendigos, ladrones, monstruos, magos, buenos y malos… y toda la sarta de personajes que emergían de sus voces. Así fue como me inicié en el mundo de los libros. De no ser por ellas, probablemente yo hubiera sido un buen zoquete, pues, por aquella época, no me gustaba nada leer, aunque me encantaba lo que se escondía tras las letras si me lo descubría otro.
Alcanzada la niñez, entre las penurias de aquella época, en el entorno rural, destacaba la ausencia de papel higiénico ―años más tarde alcanzaría la gloria el famoso «El Elefante», cuya desabrida textura rascaba como la lija y te dejaba el trasero en carne viva―. Aunque en realidad, para qué tanto lujo, si la ausencia de inodoros, en la casi totalidad de la viviendas rurales, obligaba a los lugareños a plantar el pino en la cuadra, tras la pared del huerto, a la sombra de un árbol o en el campo, al aire libre. Así que lo de limpiarse el ojete era algo secundario, y unos hierbajos, una piedra lisa o un trozo de papel encontrado al azar servían para tal función de manera perfecta. Por suerte, en el último pueblo al que destinaron a mi madre de maestra, nos encontramos con un reluciente sanitario y ascendimos al altar de los privilegiados. Mis padres, para más inri, dos personas estrafalarias que compraban el periódico cada día (aunque llegaba a nuestra casa con veinticuatro horas de retraso) no solo lo leían de arriba abajo, sino que, tras el meticuloso descifrado, conferían a aquel papel tintado de gris el valor de una joya... El citado Diario, además de transmisor de la actualidad provincial, nacional y de las noticias de alcance mundial que cuadraban con las ideas del régimen, en su día a día, lo empleaban como recurso habitual y le daban infinidad de usos domésticos: anotar encargos, secar por dentro los zapatos, envolver los bocadillos, empaquetar huevos, proteger vasos y platos, forrar libros, servir de pisadera para el suelo recién fregado… y ¡oh, sorpresa¡ como sustituto del desconocido (por lejano aún para nosotros, «El Elefante»), papel higiénico para el novedoso retrete. ¡Pobre pareja!, jamás imaginaron que aquellas páginas divididas en cuatro trozos desiguales, antes de desaparecer por el infecto agujero, se convertirían en otra de mis ventanas hacia el mundo de las letras. Al principio, cuando me apremiaba la necesidad fisiológica, me sentaba en la taza y leía con tranquilidad las noticias deportivas seccionadas que se escondían entre aquellas páginas rasgadas. Hasta que en uno de mis escasos días de lucidez descubrí que, si antes de acomodar mis posaderas en el agujero me preveía de un ejemplar intacto del Diario, podía disfrutar del artículo en su totalidad. No tengo claro si fueron las gestas deportivas que venían impresas en aquel papel sembrado de letras o fue el blanco amarfilado del sanitario los que me hicieron decantarme por el equipo merengue, que ganaba casi todas las ligas de la década, y, por contra, renegar de los leones, de rojo, blanco y negro, los cuales, por entonces, arrasaban al final de cada temporada en la copa del generalísimo.
En época de pantalón corto, desterrado del pueblo por mi grotesca implicación en las tareas escolares ―los juegos callejeros, mis amigos, los animales domésticos y el campo, estaban muy por encima de las tareas estudiantiles― di con mis huesos en un internado. Allí, mientras masticaba mi encierro, añoré la libertad perdida y recordé todo lo bueno que había dejado atrás por culpa de mi mala cabeza. Entre aquellas impenetrables paredes me topé con un par de tipos de infausto recuerdo, pero también forjé grandes amistades, que aún perduran y espero me acompañen durante el resto de mis días, y me adentré en el maravilloso mundo de los Tebeos. A lo largo de aquellos tres inolvidables años, durante las horas de estudio y algunas clases, escondidos debajo de los libros o entrando y saliendo del cajón de la mesa, burlando la vigilancia de cuidadores y profesores dispuestos a darnos un capón, un tirón de orejas o un vil guantazo, si nos pillaban leyendo aquellas «infamias», disfrute de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, Jaimito, Rompetechos, El Capitán Trueno o La Familia Cebolleta, entre otras reliquias. Pero como todo no iban a ser afrentas al saber, quedé embelesado por «El vaquerillo» de J. Mª Gabriel y Galán y me dejé mecer, como el trigal de mayo, por la magia sentimental de los Campos de Castilla del gran Antonio Machado. Para mi desventura, por entonces la novela no me decía gran cosa: demasiadas letras en cada libro para un pésimo lector como yo.
En plena adolescencia, el destino quiso que mi reclusión en el internado llegara a su fin y una nueva aventura estudiantil, en un Instituto mixto, me transportó de manera definitiva al paraíso de las letras. Todo sucedió en una clase de literatura, cuando la profesora, ya fallecida y a la que siempre llevaré en el recuerdo, me entregó una lista de libros entre los que yo debía escoger 4 de lectura obligatoria para todo el curso. Con suma indiferencia me decanté por la trilogía de Pío Baroja «La lucha por la vida» y por «El Camino» de Miguel Delibes. Inicié el presagiado tormento literario con la lectura de «La Busca» y, para sorpresa mía, me encantó, pero como soy el espíritu de la contradicción, aparqué las dos siguientes obras de Baroja y me adentré en la magia de «El Camino», del gran maestro Don Miguel Delibes Setién. Esa fue mi perdición. Aquella historia parecía hecha a mi medida. Me veía reflejado en ella como si fuera el protagonista de sus aventuras. Los personajes, el lugar, el ambiente, el paisaje castellano, las alegrías, los sinsabores y las emociones me eran absolutamente familiares y cercanos.
Ser querer, y con quince años, caí en el embrujo de las letras y en él sigo atrapado todavía. Por aquel tiempo descubrí, además, que mi madre era una adicta a los libros y me aficioné a leer los relatos de la revista Reader’s Digets, que aparecía con puntualidad por nuestra casa todos los meses. Poco después, de manera enigmática, me percaté de que ante mis ojos se encontraba la repleta e impresionante biblioteca de mis progenitores (qué aficiones más raras cultivaba mi madre: ¡era socia del Círculo de Lectores y coleccionaba libros!). Aquel hallazgo me devolvió de nuevo a Machado, y Gabriel y Galán, y puso ante mis ojos a otros genios de la literatura, ajenos para mí hasta la fecha, pero que me han acompañado durante toda mi vida: Unamuno, Valle Inclán, Pérez Galdós, Gª Lorca, C. Andersen, Ch. Dickens, E. Bronté, Dostoievski, Tolstói, Camús, Hemmingway, S. Fitzgerald, Steinbek, E. A. Poe. Kafka, Kerouak, O Wilde, Graham Grim, Frederick Forsyth, Noah Gordon, Ken Follet, y también Cela, C. Laforet, C. Martín Gaite, Vázquez Figueroa, J. Semprún, Vargas Llosa, Ana Mª Matute, E. Mendoza, Almudena. Grandes, J. Navarro, Muñoz Molina, Ruiz Zafón, J. Cercas, I. Falcones, Jean Marie Auel, Christian Jack, Stieg Larsson, Asa Larsson, Camilla Läckberg, Khaledh Hosseini, el inigualable Don Miguel de Cervantes (aunque debo reconocer, para escarnio propio, que me costó varios intentos dejarme embaucar por la ingeniosa labia de Don Quijote y la acervo refranero de Sancho Panza), varios compañeros de la Sombra del Ciprés, a los cuales no mencionaré para no dejarme a ninguno en el tintero, y otros muchos maestros de las letras.
Cincuenta años después de aquellos cuentos infantiles de cama, de mis muchas lecturas y de mi innata capacidad parar pisar charcos, crucé la línea roja, invadí el mundo de las letras y me lancé a crear mis propias aventuras. No sé si el resultado demostrará que aprendí algo de tan cultivado elenco de maestros, y, de ser así, se lo deberé a ellos, a mis hermanas, a mis padres y a mis profesores. Pero si por el contrario no he sabido dotar de una mínima calidad literaria a mis obras, solo se deberá a mi incapacidad parar extraer la sabiduría que destilan las lecturas que me han acompañado durante mi vida, pues, ¡una cosa es predicar y otra dar trigo!
Lo que nadie me podrá quitar jamás es la cantidad de maravillosas experiencias que he vivido a través de los muchos personajes y tramas de cuentos, periódicos, tebeos o libros. Sin la lectura, mi vida no habría sido igual de fascinante; difícilmente hubiera podido imaginar esas aventuras imposibles; nunca habría viajado a lugares tan inaccesibles; mi mente no hubiera vagado por mundos ficticios; y, con total seguridad, me habrían engañado con más asiduidad de lo que lo han intentado algunos. Si leer es vivir, sentir y emocionarse, con las aventuras y desventuras de otros, yo tengo la suerte de haber vivido muchas vidas ajenas, en carne propia.
Los lectores habituales seguro que habréis disfrutado de la lectura como yo. Los que aún no habéis abierto la puerta del tesoro, espero que encontréis la llave cuanto antes.
¡Nunca, mi tiempo libre, estuvo mejor empleado que el que perdí entre las letras!
© Moisés González Muñoz.
Ávila, 27 de julio de 2020.