De aquellos libros, estos cuentos.
El Club de los Fracasados
Fracasados. Uno de los mejores recuerdos de mi infancia se remonta a finales de años 60. Mi familia, súper numerosa, me obligaba a compartir habitación ―o alcoba, dependiendo de la casa― y cama, con mis hermanos: las niñas en una y los niños en otra. En invierno, cuando las nieves de antaño vestían el pueblo de blanco algodonado, y no podíamos ir a la escuela o no teníamos clase al ser domingo, nos juntábamos la mayoría de los hermanos en una habitación y nos apretujábamos en las camas de colchones de lana ―al garete la segregación sexista que promulgaba el régimen―. Aquellas rudimentarias viviendas carecían de calefacción y el fuego de la lumbre apenas caldeaba la cocina. Entonces mis padres repartían unas cuantas galletas María y nos “invitaban” a permanecer un ratito más al calor de las mantas para combatir el frío. Acto seguido se producía el milagro y, despiertos, comenzábamos a soñar. Raquel y Esther ―las hermanas mayores― iniciaban el ritual y encendían la llama de la imaginación. Con parsimonia, abrían la manoseada caja de cartón y extraían unos libros de cuentos que nos transportaban a un mundo lleno de aventuras. Mientras nosotros masticábamos las deliciosas ruedecitas de harina horneada, ellas iban desgranando lo que se escondía entre las letras de aquellas páginas. En silencio, escuchábamos embelesados las historias de príncipes, hadas, brujas, mendigos, ladrones, monstruos, magos, buenos y malos… y toda la sarta de personajes que emergían de sus voces. Así fue como me inicié en el mundo de los libros. De no ser por ellas, probablemente yo hubiera sido un buen zoquete, pues, por aquella época, no me gustaba nada leer, aunque me encantaba lo que se escondía tras las letras si me lo descubría otro.
Alcanzada la niñez, entre las penurias de aquella época, en el entorno rural, destacaba la ausencia de papel higiénico ―años más tarde alcanzaría la gloria el famoso «El Elefante», cuya desabrida textura rascaba como la lija y te dejaba el trasero en carne viva―. Aunque en realidad, para qué tanto lujo, si la ausencia de inodoros, en la casi totalidad de la viviendas rurales, obligaba a los lugareños a plantar el pino en la cuadra, tras la pared del huerto, a la sombra de un árbol o en el campo, al aire libre. Así que lo de limpiarse el ojete era algo secundario, y unos hierbajos, una piedra lisa o un trozo de papel encontrado al azar servían para tal función de manera perfecta. Por suerte, en el último pueblo al que destinaron a mi madre de maestra, nos encontramos con un reluciente sanitario y ascendimos al altar de los privilegiados. Mis padres, para más inri, dos personas estrafalarias que compraban el periódico cada día (aunque llegaba a nuestra casa con veinticuatro horas de retraso) no solo lo leían de arriba abajo, sino que, tras el meticuloso descifrado, conferían a aquel papel tintado de gris el valor de una joya... El citado Diario, además de transmisor de la actualidad provincial, nacional y de las noticias de alcance mundial que cuadraban con las ideas del régimen, en su día a día, lo empleaban como recurso habitual y le daban infinidad de usos domésticos: anotar encargos, secar por dentro los zapatos, envolver los bocadillos, empaquetar huevos, proteger vasos y platos, forrar libros, servir de pisadera para el suelo recién fregado… y ¡oh, sorpresa¡ como sustituto del desconocido (por lejano aún para nosotros, «El Elefante»), papel higiénico para el novedoso retrete. ¡Pobre pareja!, jamás imaginaron que aquellas páginas divididas en cuatro trozos desiguales, antes de desaparecer por el infecto agujero, se convertirían en otra de mis ventanas hacia el mundo de las letras. Al principio, cuando me apremiaba la necesidad fisiológica, me sentaba en la taza y leía con tranquilidad las noticias deportivas seccionadas que se escondían entre aquellas páginas rasgadas. Hasta que en uno de mis escasos días de lucidez descubrí que, si antes de acomodar mis posaderas en el agujero me preveía de un ejemplar intacto del Diario, podía disfrutar del artículo en su totalidad. No tengo claro si fueron las gestas deportivas que venían impresas en aquel papel sembrado de letras o fue el blanco amarfilado del sanitario los que me hicieron decantarme por el equipo merengue, que ganaba casi todas las ligas de la década, y, por contra, renegar de los leones, de rojo, blanco y negro, los cuales, por entonces, arrasaban al final de cada temporada en la copa del generalísimo.
En época de pantalón corto, desterrado del pueblo por mi grotesca implicación en las tareas escolares ―los juegos callejeros, mis amigos, los animales domésticos y el campo, estaban muy por encima de las tareas estudiantiles― di con mis huesos en un internado. Allí, mientras masticaba mi encierro, añoré la libertad perdida y recordé todo lo bueno que había dejado atrás por culpa de mi mala cabeza. Entre aquellas impenetrables paredes me topé con un par de tipos de infausto recuerdo, pero también forjé grandes amistades, que aún perduran y espero me acompañen durante el resto de mis días, y me adentré en el maravilloso mundo de los Tebeos. A lo largo de aquellos tres inolvidables años, durante las horas de estudio y algunas clases, escondidos debajo de los libros o entrando y saliendo del cajón de la mesa, burlando la vigilancia de cuidadores y profesores dispuestos a darnos un capón, un tirón de orejas o un vil guantazo, si nos pillaban leyendo aquellas «infamias», disfrute de Zipi y Zape, Mortadelo y Filemón, Jaimito, Rompetechos, El Capitán Trueno o La Familia Cebolleta, entre otras reliquias. Pero como todo no iban a ser afrentas al saber, quedé embelesado por «El vaquerillo» de J. Mª Gabriel y Galán y me dejé mecer, como el trigal de mayo, por la magia sentimental de los Campos de Castilla del gran Antonio Machado. Para mi desventura, por entonces la novela no me decía gran cosa: demasiadas letras en cada libro para un pésimo lector como yo.
En plena adolescencia, el destino quiso que mi reclusión en el internado llegara a su fin y una nueva aventura estudiantil, en un Instituto mixto, me transportó de manera definitiva al paraíso de las letras. Todo sucedió en una clase de literatura, cuando la profesora, ya fallecida y a la que siempre llevaré en el recuerdo, me entregó una lista de libros entre los que yo debía escoger 4 de lectura obligatoria para todo el curso. Con suma indiferencia me decanté por la trilogía de Pío Baroja «La lucha por la vida» y por «El Camino» de Miguel Delibes. Inicié el presagiado tormento literario con la lectura de «La Busca» y, para sorpresa mía, me encantó, pero como soy el espíritu de la contradicción, aparqué las dos siguientes obras de Baroja y me adentré en la magia de «El Camino», del gran maestro Don Miguel Delibes Setién. Esa fue mi perdición. Aquella historia parecía hecha a mi medida. Me veía reflejado en ella como si fuera el protagonista de sus aventuras. Los personajes, el lugar, el ambiente, el paisaje castellano, las alegrías, los sinsabores y las emociones me eran absolutamente familiares y cercanos.
Ser querer, y con quince años, caí en el embrujo de las letras y en él sigo atrapado todavía. Por aquel tiempo descubrí, además, que mi madre era una adicta a los libros y me aficioné a leer los relatos de la revista Reader’s Digets, que aparecía con puntualidad por nuestra casa todos los meses. Poco después, de manera enigmática, me percaté de que ante mis ojos se encontraba la repleta e impresionante biblioteca de mis progenitores (qué aficiones más raras cultivaba mi madre: ¡era socia del Círculo de Lectores y coleccionaba libros!). Aquel hallazgo me devolvió de nuevo a Machado, y Gabriel y Galán, y puso ante mis ojos a otros genios de la literatura, ajenos para mí hasta la fecha, pero que me han acompañado durante toda mi vida: Unamuno, Valle Inclán, Pérez Galdós, Gª Lorca, C. Andersen, Ch. Dickens, E. Bronté, Dostoievski, Tolstói, Camús, Hemmingway, S. Fitzgerald, Steinbek, E. A. Poe. Kafka, Kerouak, O Wilde, Graham Grim, Frederick Forsyth, Noah Gordon, Ken Follet, y también Cela, C. Laforet, C. Martín Gaite, Vázquez Figueroa, J. Semprún, Vargas Llosa, Ana Mª Matute, E. Mendoza, Almudena. Grandes, J. Navarro, Muñoz Molina, Ruiz Zafón, J. Cercas, I. Falcones, Jean Marie Auel, Christian Jack, Stieg Larsson, Asa Larsson, Camilla Läckberg, Khaledh Hosseini, el inigualable Don Miguel de Cervantes (aunque debo reconocer, para escarnio propio, que me costó varios intentos dejarme embaucar por la ingeniosa labia de Don Quijote y la acervo refranero de Sancho Panza), varios compañeros de la Sombra del Ciprés, a los cuales no mencionaré para no dejarme a ninguno en el tintero, y otros muchos maestros de las letras.
Cincuenta años después de aquellos cuentos infantiles de cama, de mis muchas lecturas y de mi innata capacidad parar pisar charcos, crucé la línea roja, invadí el mundo de las letras y me lancé a crear mis propias aventuras. No sé si el resultado demostrará que aprendí algo de tan cultivado elenco de maestros, y, de ser así, se lo deberé a ellos, a mis hermanas, a mis padres y a mis profesores. Pero si por el contrario no he sabido dotar de una mínima calidad literaria a mis obras, solo se deberá a mi incapacidad parar extraer la sabiduría que destilan las lecturas que me han acompañado durante mi vida, pues, ¡una cosa es predicar y otra dar trigo!
Lo que nadie me podrá quitar jamás es la cantidad de maravillosas experiencias que he vivido a través de los muchos personajes y tramas de cuentos, periódicos, tebeos o libros. Sin la lectura, mi vida no habría sido igual de fascinante; difícilmente hubiera podido imaginar esas aventuras imposibles; nunca habría viajado a lugares tan inaccesibles; mi mente no hubiera vagado por mundos ficticios; y, con total seguridad, me habrían engañado con más asiduidad de lo que lo han intentado algunos. Si leer es vivir, sentir y emocionarse, con las aventuras y desventuras de otros, yo tengo la suerte de haber vivido muchas vidas ajenas, en carne propia.
Los lectores habituales seguro que habréis disfrutado de la lectura como yo. Los que aún no habéis abierto la puerta del tesoro, espero que encontréis la llave cuanto antes.
¡Nunca, mi tiempo libre, estuvo mejor empleado que el que perdí entre las letras!
https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/de-aquellos-cuentos-estos-libros
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© Moisés González Muñoz.
Ávila, 27 de julio de 2020.
-----------------------------------------------------------------------El Club de los Fracasados
Por desgracia, prendarse de la escritura y cortejarla con pasión no siempre conduce al altar. Una cosa es amar y otra ser correspondido. Por ello, hay autores que creen que escribir es como entregarse a una ninfa despechada que no siempre recompensa al enamorado. Visto así, es factible pensar que escribir sea lo más sencillo (otra cosa es hacerlo bien), pues, publicar, con una editorial seria, se ha convertido en una odisea (se impone la autoedición) y vender muchos libros, se antoja una utopía (¡Gloria a los elegidos!). Nada nuevo bajo el sol, si tenemos en cuenta el reguero de «fracasados»que ha ido dejando la literatura a lo largo de su historia. No hace falta alejarse mucho, aunque si hacerlo en el tiempo, para descubrir que el ingenioso Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de la obra más importante de la literatura castellana, nunca vio recompensado su esfuerzo y apenas si recibió regalías por su obra, pues esta fue pirateada en su primera edición. Si cruzamos el charco, veremos que Edgar Allan Poe, el maestro del terror, fue el precursor de una generación donde se veía al escritor como alguien pobre. Tildado de charlatán, borracho, embustero, mediocre y plagiario, vivió sin conocer el éxito y, desamparado, su fallecimiento sigue siendo un misterio. Si hablamos de escritoras, observaremos que Emily Dickinson creó cientos de poemas durante su vida, pero no logró superar la pobreza y murió en la indigencia porque la mayoría de sus parientes y amigos perecieron antes que ella. A esta lista podríamos añadir a los «pobres»: Franz Kafka (La Metamorfosis), Friedrich Nietzesche (Así habló Zaratustra), Gérard de Nerval (Les Chimères) y otros pobres «fracasados», maestros, hoy, en sus diferentes lenguas. Dejaremos para mejor ocasión a los represaliados.
Condenado.
Viendo a tan ilustres personajes «fracasar» en su empeño como escritores, tengo claro que la posibilidad de que el éxito llame a mi puerta, es inversamente proporcional al hecho de que yo ingrese en del círculo de los perturbados, mediocres y charlatanes. Consciente de mi descalabro, deberé olvidarme de los plagios, porque, si escribo para mis nietas, Lucía y Carla, eso sería uno de los peores legados que yo les podría dejar; también procuraré huir de los borrachos, pues si ya desvarío bastante estando sobrio, imaginaos lo que haría si por mis venas corriera el alcohol; además, esperaré sentado a que esta pandemia, que en sus días negros me impidió hasta leer, esta vez sí, pase de largo por mi puerta y no me arrastre al infierno de los pobres (¡de la economía, eh!). Condenado, sin remedio, al acervo de los insustanciales, doy por sentado que jamás gozaré del éxito de Óscar Wilde, y no me refiero a su vida sexual (que respeto pero no comparto), ni a su adicción al alcohol, sino a la fama que, él sí, alcanzó en su época, y a las buenas sumas de dinero que recibió por su trabajo. Aunque, como tan pronto soy el Doctor Jekyll como Mr. Hyde, no niego que sería un placer poder imitar a quien tuvo un estilo de vida tan errático, malgastó su dinero en una existencia libre de ataduras, fue encarcelado y consumió los últimos días de su existencia vagando por las calles de París mendigando dinero entre sus amigos. Lo que sí tengo claro (¡o tal vez no!) es que no imitaré a Sócrates, que murió pobre por voluntad propia, y cuyo interés se centraba en enseñar a los jóvenes, sin recibir pagos. ¡El altruismo para J. Patterson!
Línea imaginaria.
Ignorando a todos estos «fracasados», que no pudieron o no supieron disfrutar del éxito que merecían en su momento, yo me considero un individuo con suerte. «Soy un pobre fracasado». Tal vez, porque la gloria o el infierno se pueden cuantificar de tantas maneras como formas de ver el mundo hay entre las personas y la mía, es muy particular. Si, para unos, la distancia entre ambos conceptos es infinita y, para otros, conviven separados por una línea imaginaria, para mí, solo pende del sentido común. Y como soy un experto en ocultar la verdad, os diré que he realizado un minucioso estudio del que se desprenden jugosas conclusiones (yo también cocino las encuestas como el CIS y las afeito como los medios), por tal motivo, «puedo prometer y prometo» (¡vuelve, Adolfo!) que algunas editoriales creen que la mayoría de nosotros estamos destinados a ingresar en el «Club de los fracasados», pues ni les hemos hecho de oro a ellas, ni hemos salido de «pobres», nosotros. También he recabado la opinión de varios autores (¡otra patraña!) y la cuestión se ha complicado más aún, pues somos tantos, y algunos tan especiales, que me ha sido imposible obtener nada en limpio. Al final, y para no mentir por boca de nadie, he llegado a la conclusión de que todo depende de las expectativas de cada uno, y las mías son básicas. Es decir, que me limito a mantener los pies en el suelo y a ser realista para no conquistar el…¡fracaso!
El éxito.
Si tenemos en cuenta que en los últimos años se publican en España una media de 100.000 libros, es fácil entender que para alimentar el ego de tanto autor (geniales e infumables), proliferen la autopublicación, la autoedición, la coedición, las editoriales trampa (esas que obligan a adquirir elevado número de ejemplares) y, por suerte, las editoriales de verdad. Pero, como la realidad dice que la promoción de un libro es muy costosa y solo está al alcance de unos cuantos, (muchos por méritos propios y otros porque el que tiene padrino se bautiza), aquel autor que consigue dar con una editorial que apueste por él, es como si hubiera sido agraciado con el Gordo de la lotería. Visto lo cual, amigos, y ante circunstancias tan adversas, estoy convencido de que conviene valorar el «fracaso» de ver publicadas nuestras obras (sea de la forma que sea). Por eso, compañeros de letras, yo procuro que mis obras lleguen alos lectores (fuera el miedo a las presentaciones), me apunto a un bombardeo (ferias, encuentros literarios, entrevistas, mesas, congresos); disfruto con las críticas buenas (que me reconfortan el alma) e intento digerir las malas (pues me ayudan a corregir mis errores); y opino que, si tantos genios triunfaron en la pobreza, haber llegado hasta aquí es un éxito. Entre tanto ¿y por qué no?, seguiré echando borrones, con la esperanza de que, si aprendo a escribir de verdad, algún día me inviten a un trago en el Club de los fracasados.
Soñando.
Mientras sigo soñando que soy «un pobre fracasado», disfruto del privilegio de ver mis publicaciones; agradezco la llamada del miembro de un jurado para hablar de mi libro; me emociono al ver que los míos se alegran de mi fracaso; me alegro de que los libros me hayan permitido reencontrarme con antiguos amigos y profesores; me ruborizo si recibo llamadas telefónicas o correos de quienes han leído mis obras y contactan conmigo; me emociono al cruzar la mirada con Lucía (Carla aun es muy pequeña) cuando habla de «nuestro» cuento; me enorgullezco de que en los pueblos donde discurrió mi infancia me traten con tanto cariño cuando vuelvo a ellos; me siento un privilegiado por haber conocido a gente con la que jamás imaginé coincidir; tengo el honor de compartir mi afición con grandes escritores y mejores compañeros de «La sombra del Ciprés» y de La Asociación Nacional de Escritores Amateur y...
…y dicho lo cual, me gustaría saber quién ha sido el que me ha puesto orujo en la copa del agua, sabiendo que tengo prohibido el alcohol. Solo así entenderéis que todo esto no han sido sino un cúmulo de alucinaciones producidas por el coma etílico, pues, en realidad, lo que yo anhelo de verdad es dejar la bebida y, al recuperar la sobriedad, ver cumplidas las palabras de Antonio Garrido, Linares. Premio Fernando Lara 2015:
«El éxito es vender millones de libros; miente el escritor que diga lo contrario».
© Moisés González Muñoz.
Ávila, 02 de junio de 2020.
https://www.tribunaavila.com/blogs/la-sombra-del-cipres/posts/el-club-de-los-fracasados
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«El coste de las mentiras es un precio que pagamos todos» es una frase de Mireia Mullor relacionada con la famosa serie de Tv de Netflix When They See Us (Así nos ven).
Por desgracia, la infame mentira se está convirtiendo en una de las ruedas que mueven el mundo. Un mundo gobernado, en su mayoría, por personajes egocéntricos, carentes de escrúpulos, materialistas, mentirosos, corruptos, prevaricadores, racistas e incitadores del odio. Podríamos hacer una lista a nivel municipal, regional, nacional, Europeo, Americano o de todos los confines de la tierra, pero sería interminable. Lo peor de todo es que, salvo en contadas ocasiones, a estos tipejos: vividores, amorales, lameculos y trepas, los hemos elegido con nuestros votos, les hemos dado el poder, los permitimos que nos sigan engañando y robando y los perpetramos en el sillón.
Observo atónito, enrabietado e incrédulo cómo la raza humana (que se cree la más inteligente de la tierra) malgasta sus fuerzas en odiar al diferente, crear barreras, fomentar la desigualdad y el clasismo, azuzar el racismo, destruir la naturaleza, encumbrar a los más miserables y blanquear el fascismo.
Y os preguntareis, ¿a qué viene esta proclama política en una entrada que en teoría debería hablar de temas relacionados con las letras y los libros?
Los que me conocen un poco saben que la cordura no es una de mis virtudes, así que intentaré responder a la cuestión según mis convicciones. Seguro que muchos pensarán de un modo diferente al mío y otros creerán que estoy delirando. Pero la respuesta no está en mi cabeza o en mi subjetiva forma de pensar, la respuesta está al alcance de todos nosotros y se llama «LECTURA» y por ende «LIBROS».
Vivimos en un contexto social globalizado en el que el poder (gobiernos, medios de comunicación interesados, redes sociales, voceros del reino…) solo se preocupa de imponer sus normas y criterios a la sociedad a la que dicen servir. Es importante ver TV o seguir las redes sociales, pero nada es tan importante como leer. Leer para conocer, para informarse, para cultivarse, para cotejar opiniones diferentes a las nuestras, para sentir, para emocionarse, para no olvidar el pasado, para conocer el presente o para luchar por el futuro. En definitiva, para formarse como personas. Porque los libros nos permiten, releer, imaginar, soñar, empatizar, pensar, reflexionar, creer, cuestionar, o lo que es lo mismo, crecer seres juiciosos. La lectura es un arma indestructible que nos permite luchar contra la manipulación y romper los cánones establecidos. Leer mucho, y no solo a los de nuestra cuerda, nos lleva a madurar y a ser capaces de desarrollar el sentido crítico, algo que aterra a nuestros dirigentes. Por eso, amigas y amigos lectores, debemos cuidar al libro como si fuera un tesoro de valor incalculable. Algo único en el mundo capaz de derrotar al ejército más ruin y desalmado: la desinformación.
De no ser por los libros, y no me refiero a los de historia que suelen contar siempre la versión de los triunfadores: ¿Qué sabríamos nosotros en este mundo? ¿Cuál sería nuestra percepción de lo que no está al alcance de nuestra vista? ¿Cómo podríamos distinguir la verdad de la mentira? ¿Hasta dónde llegarían los derechos de la mujer? ¿Qué conocería yo de mis antepasados? ¿Cómo me habrían vendido, o tergiversado, lo acontecido en nuestra de nuestra maldita Guerra Civil? ¿Cuándo hubiera conocido el genocidio nazi? ¿De qué manera podría afirmar que el cambio climático no es el cuento que los poderosos intentan fabular y sí una evidencia que nos lleva al desastre? Podría extenderme horas y horas en poner ejemplos sobre la necesidad y la absoluta bondad de los libros para comprender todo lo que nos rodea, pero caería en el aburrimiento o la pedantería. Sin embrago, lo que si tengo claro, es que de no ser por lo libros, tal vez yo fuera un mayor don nadie.
Por todo ello, os dejaré unos cuantos libros que mí me ayudaron a descubrir y a comprender una pequeña parte de la historia.
La hexalogía Los hijos de la tierra. Jean Mari Auel.
La Ilíada y la Odisea. Homero.
La trilogía sobre Escipión el Africano. Santiago Posteguillo.
Historias de una guerra interminable. A. Grandes.
Trilogía de Auschwiz. Primo Levi.
La Trilogía Millennium. Stieg Larsson.
Mil soles espléndidos. Khaled Hosseini.
Leemos, pues, da lo mismo el formato: papel o digital. Pero leamos para que nadie pueda robarnos uno de los tesoros más preciados que tiene la humanidad: «LA LIBERTAD». Pero escribamos, también, para dejar nuestro pequeño legado sobre cómo fue el momento que nos tocó vivir. Para denunciar la injusticia, destapar la corrupción, luchar por la igualdad hombre-mujer, desenmascarar a los traidores, huir de los falsos salva patrias. Para que la juventud del futuro tenga en sus manos la posibilidad de leer y así conocer cuales fueron nuestros aciertos y, sobre todo, tener instrumentos para no repetir nuestros incontables errores. Porque como decía Primo Levi en sus reflexiones de Así fue Auschwitz «El fascismo es un cáncer que prolifera rápidamente, y su regreso nos amenaza: ¿es mucho pedir que nos opongamos a él desde el principio?
Mucho me temo que volvemos a tropezar con la misma piedra. Con tal de alcanzar el poder, algunos mal llamados demócratas han decidido blanquear el fascismo.
¡Que los libros se encarguen de inmortalizar sus ignominiosas patrañas!
Moisés González Muñoz
Ávila, 26 de agosto de 2019.
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Una de las preguntas más recurrentes que se les suele plantear a los escritores es… ¿Por qué escribes?
Hace unos años, cuando la escritura era una utopía para mí, leí un artículo de Jesús Ruiz Mantilla en un periódico nacional en el que preguntaba a varios autores de renombre los motivos por los cuales dedicaban sus vidas a la escritura.
De las opiniones de dichos escritores, unas me resultaron comprensibles, otras chocantes, varias afines y las menos, irrelevantes.
Héctor Abad Faciolince, afirmaba que su cerebro se comunicaba mejor con sus manos que con su lengua y escribir le permitía corregir y escoger las palabras sin que nadie le interrumpiera o desesperara mientras las encontraba.
Santiago Roncagliolo pensaba que escribir ―como leer― le devolvía a la realidad mejor equipado para vivirla, con una comprensión mayor de lugares, personajes o sentimientos, que no habría visitado de otra manera y aunque no hacía dicha realidad más sensata, sí la volvía un poquito mejor.
Andrea Camilleri, decía que escribir era mejor que descargar cajas en un mercado y hacerlo le permitía contar, y contarse, historias que después podía dedicar a sus nietos.Los más osados, como Lucía Etxebarria, lanzaban al viento: escribo para que me quieran; para entenderme a mí misma; porque es de las cosas que mejor hago, amén de dibujar, cocinar, hacer el amor y organizar fiestas; porque siempre lo he hecho y porque me pagan. Escribo por amor, publico por dinero. Por esa razón, no publico ni la mitad de lo que escribo.Otros como Javier Marías, se jactaban de escribir para no deberle casi nada a casi nadie ni tener que saludar a quienes no deseaba saludar y de paso ocupar el tiempo y ganar algún dinero.
Ken Follet, no se ruborizaba cuando aseguraba: «Es fantástico dedicarse a algo que uno sabe hacer bien».
Y Mario Vargas Llosa decía: «Es el centro de lo que hago. No concibo la vida sin la escritura».
Pero las opiniones que más me hicieron reflexionar fueron aquellas que no intentaban encontrar una explicación coherente al hecho de escribir:
«Si supiese por qué escribo, tal vez no escribiría» (Jorge Semprún).
«Escribo porque me gusta» (Umberto Eco).
«¿Por qué respiro?» (Carlos Fuentes).
Tiempo después, cuando me interesé en el mundo de la escritura, descubrí que George Orwell había publicado un alegato donde encuadraba en cuatro aspectos inherentes al ser humano las razones para escribir.
1.- Por egoísmo puro y duro (deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno).
2.- Por entusiasmo estético (la percepción de la belleza en el mundo exterior o, si se quiere, en las palabras y su adecuada disposición).
3.- Por impulso histórico (deseo de ver las cosas como son, de cuál es la verdad, de almacenarla para su buen uso en la posteridad).
4.- Propósito político (la opinión de que el arte nada tiene que ver con la política, ni debe tener nada que ver, es en sí misma una actitud política).
Entonces me hice la pregunta a mí mismo: y yo, ¿por qué escribo?
Siendo sincero, creo que mis razones para escribir son bastante parecidas a las de ellos. Yo también escribo por egoísmo ―quiero parecer listo, aunque no lo sea, y que hablen de mí, a ser posible, bien―; escribo porque me encanta jugar con las palabras y a veces hasta consigo hacer alguna frase melódica, ingeniosa e interesante; porque no quiero que se pierdan mis recuerdos ―banales para algunos, pero emotivos, idealizados y de vital importancia para mí―; porque quiero dar voz a todo aquello ―el mundo rural, la gente sencilla, los animales, el campo y la naturaleza― a lo cual los voceros del reino pretenden enclaustrar en el olvido; porque me apetece expresar opiniones políticas y personales sobre hechos, reales o inventados, personas, de mi entorno o imaginarias, y lugares o sucesos que los de siempre intentan tergiversar; pero por encima de todo escribo porque soy lector, y como tal, esta es mi manera de agradecer lo mucho que les debo a todos aquellos que, gracias a su escritura, me permitieron descubrir, conocer, valorar, discrepar, imaginar, recordar, reír, sufrir o llorar, y con ello enriquecieron mi manera de pensar; y al final, aunque mi opinión no tenga ningún valor, porque me niego a que los vencedores escriban la historia tal y como a ellos les interesa que sea contada, y porque me repatea que políticos y gobernantes de nula integridad pretendan guillotinar el arte y la cultura en aras de su apestosa moral.
Por todo ello me identifico con un amigo alejado de los focos como yo, de nombre Antonio, que dice: escribo para mostrar todo lo que he vivido y sentido desde mi punto de vista, y porque me relaja. O con Fernando IWasaki, que afirma: «Escribo porque leo y gracias a la lectura nacen arroyos y afluentes del torrente de libros leídos; porque creo en la austera inmortalidad de la palabra escrita y en las bibliotecas como paraísos laico; porque el hechizo de la literatura es fulminante y a mí me hace ilusión ser aprendiz de aquellas magias; porque mis familiares y amigos se alegran cada vez que alguien les cuenta que ha leído algo mío; porque contar historias es el oficio más antiguo del mundo. Y, de acuerdo con Camilleri, escribo porque dedico mis libros, mis reflexiones, mis emociones y mis sentimientos a mis nietas, Lucía y Carla, y así ―mientras yo siga escribiendo― ellas sabrán que las sigo queriendo.
En definitiva… escribo, porque soy lector y aprendiz de todo y para poder preguntaros a vosotras y vosotros, compañeras y compañeros de letras…
Vosotros… ¿por qué escribís?
Moisés González Muñoz
Ávila, 14 de enero de 2019.
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Un día navegando por internet me topé con la siguiente frase “Ninguna persona sana mentalmente escribe” y de inmediato fui consciente que formaba parte de ese insano segmento de la población que convive a diario con personajes, historias y lugares imaginarios. Fue así como decidí adentrarme en el mundo de los enajenados y, aún a sabiendas de que estaba penetrando en terrenos pantanosos, me lancé a la aventura. Como a lo largo de mi existencia osadía nunca me ha faltado; el miedo a equivocarme nunca me ha detenido; y he sabido lidiar con la derrota cuando esta se ha presentado ante mí puerta, decidí acometer el reto que hacía tiempo me rondaba por la cabeza. ¡Solo fracasa quien no lo intenta, jamás el que se equivoca! ―me dije.
Vacunado contra la cordura me aventuré a engendrar mi primer libro, procurando, eso sí, equivocarme lo menos posible. Fue entonces cuando descubrí que desconocía casi todo lo que antecede al nacimiento de una obra escrita: trabajo, constancia, bloqueos, inspiración, certezas, dudas, alegrías, sinsabores, realidades, falsas expectativas…
Una vez zambullido en el proyecto, la experiencia me enseñó que la publicación de un libro es la consecuencia de muchas horas de esfuerzo; de repetidos cambios de ideas; de incontables correcciones gramaticales; de descorazonadores avances y retrocesos, y, cuando se vislumbra el final, de infinidad de dudas sobre el resultado conseguido
El libro fue como una larga gestación que durante varios meses me sumergió en un enrevesado laberinto. Algunas veces la salida se abrió sin dificultad a mi mente y me permitió avanzar con precisión, pero en otras ocasiones, más oscuras e inhabitadas, me resultó bastante complejo desenmascarar el embrollo y escoger la senda correcta. Durante la germinación del embrión me acostumbré a navegar entre dos aguas: la una, placentera, manaba de la esperanza de concebir algo original que colmara mis expectativas y, llegado el caso, generara el interés de los lectores de mi entorno, y la otra, tortuosa, que brotaba del manantial del miedo y me hacía verme reflejado ante el espejo de los irrelevantes. Surcando ese océano inexplorado me convencí de que lo más importante era mantener los pies en el suelo, conocer las propias limitaciones y marcarme objetivos realistas, pues, al final, el sabio lector no suele ser cómplice de vanidosos y coloca a cada cual en el lugar que le corresponde.
Partiendo de esta premisa llegué a la conclusión de que mi verdadero reto consistía en compartir lo que a mí me gustaba. Aquello que me resultaba afín. Plasmar mis ideas hablando de lo que conocía; haciéndolo como sabía; y, por supuesto, expresándolo lo mejor que podía; pero por encima de todo intentando convencerme a mí mismo. Ser fiel a mí conciencia sin preocuparme demasiado por lo que opinaran los demás. ¡Ya me lo dirían ellos si por casualidad algún día mi libro caía en sus manos y lo leían!
Desde el punto de vista personal el resultado ha sido inmejorable. Candiles para Lucía forma parte de los logros esenciales de mi vida. Algo así como un nuevo “retoño”, cuyo “embarazo” fue feliz pero trabajoso; el alumbramiento largo y costoso; el crecimiento sufrido pero venturoso; y el futuro…. el futuro espero que sea productivo y generoso. Sea lo que fuere lo que el destino me depare, dudo que nadie pueda quitarme lo que el libro me regaló. Imposible dejar de querer a quién me permitió conocer a gentes encantadoras, descubrir lugares maravillosos y compartir experiencias enriquecedoras que jamás soñé vivir. ¡Se corta el cordón, pero la madre sigue unida al hijo de por vida!
Llegados hasta aquí, y mientras conserve la libertad de escribir para mí, el reto que me mueve seguirá estando vigente. Continuaré compartiendo mi locura con los lectores con la esperanza de que también les guste a ellos. ¡Este será mi verdadero éxito!
Aunque quién sabe si cuando me asalten las ínfulas ―como hombre de “principios”― no estaré dispuesto a enterrar mí cacareada libertad por saber que sienten aquellos que venden miles de ejemplares. O tal vez no, pues para alcanzar ese estatus habrá que considerarse “escritor”, y yo, si acaso, conseguiré ser… ¡alguien que escribe!
Moisés González Muñoz
Ávila, 18 de junio de 2018.
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Resulta paradójico que en un país como el nuestro, en el que la lectura es privilegio de unos pocos,la escritura se haya convertido en patrimonio de tantos. Loable es que exista gente dispuesta a contar historias, unas sublimes y otras infumables, pero, ¿de qué sirve recordar, retratar, imaginar o fabular sueños imposibles si nadie los lee?
Escribir está al alcance de muchos, calidad literaria al margen, pero publicar ya es harina de otro costal. Llegados a este punto, surgen una serie de preguntas de difícil respuesta: ¿Y ahora qué? ¿Cómo editar un libro? ¿Qué hacer para que las obras vean la luz? ¿Dónde y cómo encontrar la llave que proyecte un libro al mercado con posibilidades reales?
Existen diversas posibilidades para que los principiantes pongan sus obras al alcance de los lectores. Unas asequibles, otras, por desgracia, simples quimeras. Veamos algunas.
- Las grandes editoriales convencionales:
Esta opción queda casi descartada. Contadas son las empresas que arriesgan su dinero por autores desconocidos, a no ser que la categoría de la obra sea incuestionable, o que en ella atisben ciertas posibilidades comerciales (a veces reñidas con la mínima decencia literaria).
- Pequeñas editoriales:
De un tiempo a esta parte han surgido un gran número de pequeñas editoriales dispuestas a trabajar con escritores noveles, pero la gran mayoría de ellas solo patrocinan a autores de su entorno y suelen rechazar las obras desconocidas (o se meuven por el mero interés de coeditar). En definitiva, sino conoces a alguien relacionado con la empresa, no se dignarán ni a leer tu obra.
- Auto-publicación en imprentas convencionales.
Una de las primeras opciones de los principiantes suele ser la de hacer una edición limitada en una imprenta conocida. Con ella se consigue satisfacer el ego propio y, dependiendo del círculo de personas que rodeen a cada individuo, distribuir los ejemplares entre familiares, amigos y conocidos. Internet ofrece la posibilidad de comparar entre un amplio abanico de imprentas dedicadas a la edición. Los precios son bastante asequibles y la única condición requerida es que la obra en cuestión esté maquetada y la portada diseñada.
La disponibilidad económica de cada individuo determinará las características de la tirada. Lo ideal sería combinar cantidad, calidad y precio con las perspectivas reales de venta (si la tirada es limitada encarece mucho el producto y para abaratar el coste de cada ejemplar es necesario ampliarla, lo que conlleva un aumento considerable del desembolso monetario).
- Concursos y premios literarios.
Otra opción que está al alcance de cualquier autor es la participación en concursos y premios literarios. Ya sea mediante convocatorias convencionales, o a través de internet, existen múltiples canales para concurrir a estos eventos. Algunos de ellos, en sus bases, especifican la posibilidad de edición para aquellas obras, no premiadas, que a criterio de los miembros del jurado, presenten una calidad literaria y ofrezcan posibilidades comerciales.
Para participar en estos concursos, por norma general, se requiere el envío de varias copias impresas en papel, y encuadernadas, del ejemplar en cuestión, y una plica con los datos personales del autor o, en su caso, el seudónimo. En otras ocasiones, las menos, existe la posibilidad de enviar toda la documentación (obra literaria y datos del autor) en formato digital, lo que facilita de manera especial el poder concursar en el evento.
Los pros y contras de esta opción son diversos. Por un lado suelen ser convocatorias a las que concurren una gran cantidad de participantes. Un porcentaje elevado de los inscritos suelen ser escritores contrastados que se presentan bajo seudónimo. El nivel de las obras acostumbra a ser bastante elevado y en la mayoría de estos eventos exigen que la obra sea inédita. Las citas están acotadas a un determinado género literario y se ciñen a una temática concreta. Además, se requiere un determinado número de páginas, y es obligatorio presentar los originales con un formato y unos parámetros de edición específicos.
Dadas las características de estos certámenes, el coste para el autor es mínimo. Sin embargo, las posibilidades reales de estar entre los elegidos son bastante escasas, aunque en la Asociación Cultural de Novelistas “La Sombra del Ciprés” tenemos algunos compañeros/as que con su buen hacer han derribado los muros y han salido victoriosos.
- Edición por parte de Organismos públicos, entidades, asociaciones, empresas...
Dependiendo de la temática de la obra y de las relaciones de cada uno, se puede contactar con organismos públicos (bibliotecas, diputaciones, ayuntamientos…), entidades culturales, asociaciones y empresas privadas, que ofrecen soporte económico, o corren con todos los gastos de edición de la obra. Por desgracia, las subvenciones de las administraciones, el patrocinio o mecenazgo de entidades y particulares, y la inversión de las empresas privadas, van decreciendo de manera drástica y a pasos agigantados.
- Editoriales de Auto-edición.
Un escenario que se ha abierto paso en los últimos años de manera imparable y con un importante negocio a sus espaldas es el campo de la autoedición. Proliferan las empresas de este tipo que ofrecen a los autores noveles la posibilidad de editar sus obras.
Para poder editar a través de alguna de estas empresas es obligatorio firmar un contrato de exclusividad y aceptar una serie de cláusulas que obligan muy poco a la empresa y bastante al creador. Dicho contrato de edición suele cubrir solo los aspectos fundamentales, y lo demás se consideran clausulas adicionales y se facturan al margen.
La editorial actúa como una simple empresa de servicios y pone su organización al servicio del autor, pero no invierte ni un solo euro en el libro. El escritor, por contra, debe correr con los gastos de maquetación, diseño, impresión, promoción, distribución y venta. Una vez más, las perspectivas reales de venta determinarán la cantidad, calidad y el precio final.
Algunas editoriales, si la tirada es extensa, regalan a sus clientes una serie de extras, estos más golosos que efectivos. El más interesante sería el de la distribución del libro en papel (Paypal, pedido directo a la web o distribuidora de alcance nacional). Los demás, de disponibilidad (venta de ejemplares bajo demanda, a través de catálogos, o en formato Ebook) son cortinas de humo para engatusar al cliente pero de nula relevancia. Como irrelevantes son también las reseñas de las editoriales en las Redes Sociales, pues la mayoría de sus seguidores son autores, no potenciales compradores. De poco sirve tener una obra literaria introducida en cientos de catálogos (disposición), si apenas nadie sabe de su existencia (distribución). Es preferible tener un ejemplar en el escaparate de una librería que cientos registrados en los catálogos.
- Venta directa en Internet.
Aquellos que no pueden o no están dispuestos a invertir en la edición de su obra, tienen la opción de ponerla a la venta (disposición) en internet, a través de diversas plataformas. Entre la multitud de ellas, las más destacadas que podemos encontrar son:
Si al final conseguimos editar nuestra obra, conviene tener en cuenta una serie de aspectos:
1.- Vender un libro es difícil. Huye de aquellos que quieran convencerte de lo contrario.
2.- Tu libro tiene que tener el mejor acabado posible. Rodéate de verdaderos profesionales.
3.- Todos los derechos de tu libro son tuyos. Si autoeditas no tienes por qué compartirlos.
4.- Escribe más. Empezarás a ver resultados cuando hayas publicado varios libros.
5.- Escribe mejor. Un buen libro es el punto de partida imprescindible para conseguir algo.
6.- Presenta tu libro donde tengas algo que decir y distribuye donde estés promocionando. No tiene sentido vender allá donde no hagas promoción y viceversa.
7.- Las editoriales de autoedición pueden ser buenas si te las tomas como un proveedor de servicios, pero vigila los extras y los contratos. Si una editorial de autoedición te dice que es capaz de promocionar y distribuir con garantías tu libro, dúdalo. Si fuera así no sería una editorial de autoedición, sería una editorial convencional.
8.- Colabora con otros autores. Promociones compartidas, consejos…
9.- Si, a pesar de todo, el libro consigue ver la luz, procura presentarlo, promocionarlo, darle publicidad, distribuirlo físicamente en las librerías y bibliotecas, participar en ferias del libro, fiestas o eventos literarios, hacer giras, practicar la venta directa...
10.- Como colofón a todo el trabajo, una buena opción es la de contactar con varios libreros donde consideres que tu libro pueda tener salida. Deja algunos ejemplares en depósito para que los muestren en sus expositores y los pongan a la venta. Si un libro comparte espacio con otros libros tiene opciones de ser vendido, si está oculto morirá en soledad.
Moisés González Muñoz
Ávila, 20 de noviembre de 2017.
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