Habían pasado más de dos años desde la última vez que estuvimos allí. El tiempo, sin embargo, no había podido borrar de mí mente aquel idílico paraje. Nada más abrir la puerta del coche, antes incuso de poner los pies en el suelo, el inconfundible olor de la sierra me embriagó una vez más. La brisa mañanera acarició mi rostro y su frescor despertó mis sentidos. Una ola de recuerdos me invadió de golpe, como si yo la hubiera convocado a la cita. Sin dudarlo, cogí la mochila y el bastón de retama (que antes habían sido de su propiedad) y me adentré por el camino que ascendía entre el roquedal. Tras recorrer un corto trecho en silencio, como un autómata, me detuve junto a un peñasco. Anclado al suelo, cual efigie labrada en el granito, abrí las manos y encaré las palmas hacia arriba. Inhalé el perfume que transportaba el viento y esperé a que el sol comenzara a despuntar por el horizonte, tras la cresta de la montaña. Instantes después, los potentes rayos solares hicieron su aparición a la espalda del picacho nublándome la vista. Deslumbrado, cerré los párpados, levanté la cabeza hacia el impoluto cielo azul que nos cobijaba y me dejé arrastrar por las emociones y la magia del lugar. Mientras dos lagrimas se deslizaban por mis mejillas, percibí el rumor del agua que discurría por la hondonada. El líquido, alegre y saltarín, humedecía con su melódica cantilena el lecho del riachuelo que recogía las aguas procedentes del deshielo. No sé cuánto tiempo estuve perdido en la ausencia. Fue el gorjeo de unas aves el que, rasgando la aureola de paz que arrullaba mi aturdimiento, me rescató de la ensoñación. Entonces volví a la realidad, aspiré lentamente el aroma de la sierra, me froté la cara con las manos y entreabrí los ojos. Con parsimonia, me incorporé y al mirar hacia la izquierda descubrí que tú estabas junto a mí, de pie, apoyándote en la roca que había amortiguado mis lamentos. Cruzamos nuestras miradas durante unos segundos pero ninguno de los dos rompió el silencio. Poco después, apoyé el bastón en el suelo, me incorporé y comenté con voz pausada.
―No te había oído llegar ―me ajusté la mochila―. ¡Vámonos! ―agregué, y eché a andar con paso cansino.
―Ya me he dado cuenta ―contestaste tú―. ¡Voy! ―y seguiste mis pasos.
Durante un buen rato, la quietud solo se vio alterada por el ruido de nuestras pisadas. Justo antes de alcanzar la segunda loma, el camino empedrado dio paso a una pradera serpenteada por un riachuelo. Al acercarnos al puente de piedra que salvaba el caudal, una preciosa yegua castaña, que abrevaba en aquellas aguas cristalinas, se percató de nuestra cercanía. Espantada, aparcó la sed y se alejó trotando, seguida por su alborozado potrillo, en dirección hacia la manada que ramoneaba junto a un precioso semental de color azabache.
―La próxima vez que vengamos a Gredos lo haremos a caballo ―anuncié.
―Perfecto. Ya sabes que me encanta cabalgar ―afirmaste con la cabeza.
Dejamos atrás el río y acometimos la última pendiente. Esta, empedrada otra vez, resultó ser mucho más inclinada y dificultosa de superar que la anterior. Nuestra agitada respiración marcó el ritmo de la subida hasta alcanzar la cima. Una vez frente a la fuente, sudorosos y jadeantes, rellenamos las cantimploras y nos sentamos en el muro del abrevadero para recuperar fuerzas y aplacar la sed. Poco después, comenzamos a dar cuenta de nuestros bocadillos.
―¿Lo has visto? ―susurré, dejando de masticar y señalando con la mirada hacia la ladera florecida que se extendía frente a nosotros.
―Sí ―respondiste tú, con la vista clavada en los piornos―. Están preciosos en esta época del año ―y añadiste, sonriendo―. Me encanta ese color dorado y la fragancia que desprenden sus amariposadas flores.
―No me refería a los piornos ―aclaré, templado―. ¡Me refería a lo «otro»! ―y enfaticé lo de «otro» para que tú te fijaras con más detenimiento.
Sin tiempo para que pudieras descifrar mi secreto, la figura de un soberbio macho montés apareció entre los piornos. El animal, al ver que nos hallábamos en su territorio, agitó enérgicamente la cornamenta y nos desafió con la mirada. Acto seguido nos dio la espalda y escapó, altivo, entre la espesura del piornal.
Mientras degustábamos los deliciosos bocadillos y hablábamos de lo que nos había llevado hasta aquel lugar, nuestras mentes retrocedieron al pasado.
***
«Un año antes habíamos programado una excursión a Gredos, los tres juntos, para la primavera del 2020. A primeros de marzo, dos meses antes de nuestra cita con la montaña, se desató la pandemia y tuvimos que aplazar la ruta por tiempo indefinido. A mediados de ese fatídico mes nos confinamos en casa para librarnos del virus. Días después, cuando ya creíamos estar a salvo de la infección, él se levantó con tos, dolor de cabeza y unas décimas de fiebre. Al principio no le dimos mucha importancia y lo achacamos a un simple resfriado. En previsión, contactamos el Centro de Atención Primaria y nos dijeron que se quedara en casa, pues los hospitales estaban colapsados y sus síntomas no parecían graves. Tras una semana de encierro, comenzó a ponerse nervioso, algo impropio en una persona tranquila como él. Aquella tarde, al salir al patio, perdió el equilibrio y se cayó. Le ayudé a incorporarse y regresamos al interior de la vivienda. Achacamos lo sucedido a un simple tropezón. Sin embargo, horas después, al levantarse de la mesa después de cenar, se desplomó de nuevo, cayó de espaldas y se golpeó en la cabeza. Un espantoso charco de sangre inundó el suelo de la cocina. Tras una cura de urgencias le acostamos. Parecía recuperado y se durmió. El nuevo día nos despertó con una aterradora revelación: tú amaneciste con los mismos síntomas que él había presentado días atrás. Una semana después, mientras tu luchabas a brazo partido con el virus, él, casi centenario, amaneció inconsciente y ya no volvería a ver la luz. Aquella misma noche nos dejó para siempre.
***
Ha transcurrido más de un año desde entonces y aquí estamos tú y yo, en plena de la naturaleza, embriagados por el color y el olor de los piornos, para concluir lo que dejamos pendiente y rendirle el homenaje que se merecía.
Apenado, he seccionado su bastón en varios trozos, y, tras dispersarlo entre los matorrales, he recogido un ramillete de piornos florecidos para él.
Hoy, al atardecer, lo depositaré en su tumba para que recuerde el olor.
© Moisés González Muñoz
Gredos, 08/06/2020